Cuaderno de Viaje

  1. El señor Pérez (y cómo escribir en un tren)

Los viajes en los que cubres grandes distancias son como un largo trance, un periodo de vacío existencial, de pérdida de tiempo y energía completamente obsoleta. Especialmente si tu viaje conlleva un periodo anterior de preparación (el pre-viaje) en el que tienes que cuadrar horarios de aviones, trenes, autobuses de tal manera que te dé tiempo a llegar desde el primer medio de transporte al siguiente.

Cuando tu viaje es de esos que duran un día entero (hora arriba, hora abajo) se crea en tu cerebro y en tu cuerpo una situación de parálisis momentánea, de hibernación aparente. Todo tu ser se pone en modo de espera; aguardando a que tus pies toquen de nuevo suelo conocido y vuelvas a calzarte tu “papel” correspondiente. Pero mientras viajas no eres nada ni nadie: eres viajante, eres viajero. Te aferras a tus maletas, prueba de que tienes un pasado y de que buscas un futuro. Testigos de que vienes de un sitio y vas a algún lado. Y también metáforas de la carga que traes contigo (física y mental) y de la que nunca te librarás. Nunca.

Las maletas estorban, molestan, son pesadas, te hacen tropezar, te agotan… ¿Quién no ha tenido la tentación de soltarlas en cualquier parte? ¿De abandonarlas? ¿De marchar libre de cualquier lastre? ¿Y quién lo ha hecho alguna vez? Yo no, desde luego. Nos aferramos a nuestras ilusiones, nuestros recuerdos, nuestro jamón serrano envasado al vacío y nuestros calcetines con tomates como si nos fuese la vida en ello. Y realmente así es. Es nuestra vida lo que empaquetamos, apretujamos, doblamos y ordenamos dentro de nuestras maletas. Son nuestros objetos los que nos recuerdan quienes somos, cual es nuestro origen y cual nuestro destino.

Así es, pero están encerrados y cerrados; guardados hasta que pasemos la línea de meta. Es por esto que el viajante se siente raro, se siente distinto; se siente un poco nómada. El viajero es una incógnita para el mismo y para los que le rodean. Una persona cargada de bultos, visiblemente incómoda, somnolienta, cansada… ¿cuál será su historia?

Esta es la historia de cómo viajante número uno conoce a viajante número dos; de como compartieron unos minutos de sus respectivos trayectos y después marcharon cada uno por su lado. Supongo que estaréis esperando a que diga que nunca más se volvieron a encontrar, pero la verdad es que carezco de esa información. Nunca se sabe a quién puedes ver en el metro o recogiendo tu equipaje en el aeropuerto.

La viajera Número Uno había conseguido sentarse en la esquina de una de las filas de asientos de un vagón de metro cualquiera de una gran ciudad cualquiera. Digamos que esta gran ciudad es Londres y supongamos que la pasajera ha tomado la Picadilly line desde la terminal cinco del aeropuerto (que digamos es el de Heathrow). La muchacha está un poco reventada de cargar ella sola con un pedazo de maletón que quita el hipo y su trasero se siente feliz de reposar sano y salvo en un mullido (más no limpio) sillón. Como ya habíamos comentado antes, viajar implica entrar en trance, trance que normalmente viene auto inducido por música, un libro, un crucigrama o un sudoku entre otros métodos (un aplauso para aquellos que son capaces de terminar los sudokus de los periódicos gratuitos del metro. Tiene todos mis respetos. Todos. Sin falta). Número Uno elige la música como sedante y procede a dejarse inundar por los sonidos de su lista de reproducción que emanan por sus enormes cascos.

El tiempo pasa muy lento, demasiado lento. De vez en cuando el sol la golpea de lleno en la cara a través del cristal y la deja ciega por unos segundos. La gente a su alrededor también tiene maletas, y también tiene cascos en sus orejas. Nadie mira a los ojos de nadie. Y si por alguna desgracia de la vida esto ocurriera, uno de los dos contendientes, o los dos, desviará la mirada corriendo y la volverá a posar en el infinito o en los cordones de sus zapatos. Si, siguen atados, como la última vez que lo comprobaste, hará  aproximadamente dos minutos.

De repente, la vocecilla del maquinista intentando anunciar algo (seguramente nada bueno) hace que todo el mundo le dé al botón de pause de sus flamantes Ipods o Mp3,4 o 5; salgan de su mundo de fantasía e ilusión e intenten descifrar lo que esa voz metálica les está diciendo. Todo aquel que alguna vez haya viajado en el metro de Londres sin ser inglés, sabrá a lo que me refiero cuando digo que viajera Número Uno entró repentinamente en pánico y literalmente se arrancó los auriculares de las orejas para dejar que aquella melodiosa voz penetrara directamente en sus tímpanos. Por suerte, o más bien por fuerza de costumbre, entendió a la perfección el mensaje terrorífico que el conductor les estaba haciendo llegar. La Jubilee line estaba cortada entre Finchley Road y Waterloo Station, por lo que viajera número uno se había quedado sin su ruta (número uno también) hasta la mentada estación de trenes. Sin ser muy consciente de ello, probablemente Viajera Número Uno blasfemó en voz baja, seguramente en inglés, mientras sacaba su mapa de la red de metro londinense. La cosa tenía fácil arreglo, simplemente cambiaría la Jubilee por la Bakerloo line, cambiando en Picadilly Circus en vez de en Green Park y bajándose como planeado en Waterloo Station. Great.

Tan ufana estaba por la rápida solución encontrada que no reparó en que al dejar su maleta complemente a su libre albedrío, ésta había patinado sobre sus pequeñas rueditas impulsada por el bamboleo del tren y había golpeado las rodillas de otro viajero (número tres, por ejemplo) haciéndole salir de su ensimismamiento y mirar reprobatoriamente a la chica. Tras disculparse, se aseguró de mantener su maleta bien agarrada de entonces en adelante. Cuál fue su sorpresa cuando se vio atacada por el otro flanco esta vez, por un hombre que había estado a un asiento de ella durante todo el tiempo, probablemente atraído por las hermosas palabras antes pronunciadas por la viajera Number One. La viajera había notado su presencia y por eso sabía que llevaba en el tren desde la terminal 1 del aeropuerto. La razón por la que sus retinas habían tomado nota de este sujeto era porque éste llevaba en pleno mes de enero unas flamantes bermudas azules claro.

El hombre de las piernas al aire, el hombre de la piel de acero, el alienígena aquel se dirigió a la muchacha y le preguntó cómo llegar hasta una estación determinada. La muchacha, pensando que también se trataba de un extranjero más en Londres (another alien in the City), se apresuró a estudiar el mapa junto a él y le indicó la que ella creía que sería la mejor ruta para él. Ahí se quedó la cosa y viajera Número Uno se sintió feliz por un momento por haber ayudado a alguien. Luego, rápidamente se le olvidó. Sin embargo, viajero Número Dos no estaba tan dispuesto a dar su pequeño encuentro en las catacumbas londinenses por concluido tan temprano. Cinco paradas después, el hombre se giró de nuevo hacia ella y le preguntó si se bajaba en la misma parada que él, a lo que la muchacha contestó afirmativamente. Entonces, el hombre le hizo una proposición que amenizaría el viaje de ambos durante unos fugaces momentos. Le preguntó si podría acompañarla dado que él no era de Londres y no sabía moverse muy bien por allí, a lo que la viajera, contenta de que la hubiesen tomado por una londoner, volvió a contestar afirmativamente.

Una vez se hubieron bajado del tren, el hombre y la mujer comenzaron a conversar. Viajero Número Dos pregunto de donde venía esa gran maleta que los acompañaba, a lo que la muchacha respondió que venía de España. El hombre, sorprendido, exclamó que él también venía de España, de Tenerife, donde su familia vivía. A la pregunta de que si era española, la muchacha contesto que sí, que lo era. “Lamentablemente”. Esto no lo dijo, pero lo pensó. Y su felicidad aumentó un poquito al ser consciente de que su acento no había sido reconocido. Su felicidad fue completa cuando al llegar al borde de las escaleras, el hombre simpático propuso intercambiar las maletas: la enorme de ella por la pequeña de mano de él. ¡No podía haber dicho algo más perfecto en un mejor momento! Tras aceptar, obviamente, y agradecerlo mucho, ambos subieron las escaleras. El hombre simpático demostró ser mucho más que simpático, ya que una vez arriba, bajó de nuevo las escaleras para ayudar a otra pasajera (número cuatro) con su respectivo maletorro de la muerte. Very gentlemanlike.

El mismo procedimiento tuvo lugar al llegar al siguiente tramo de escaleras, y una vez que llegaron al andén, la conversación volvió a fluir entre la mujer afortunada y el hombre notablemente simpático. Resulta que viajero Número Dos no era ni una pizca de extranjero, si no que era más bien inglés, aunque de procedencia gallega, cuya familia había decidido retirarse a la más cálida isla de Tenerife, a donde había ido para visitarles. Era la primera vez que iba desde hacía mucho tiempo, porque este hombre tan simpático y curioso vivía ahora en el lejano país de Dubái trabajando como profesor de natación. “De ahí las bermudas”, pensó ella. Así que de Dubái a Tenerife y de Tenerife a Liverpool pasando por Londres, este hombre iba y venía. Esta era su hoja de ruta. Esta era su historia. Se quedaba en casa de un amigo por una noche antes de continuar su viaje, razón por la que había dejado su maletón en el aeropuerto a buen recaudo. He aquí el motivo por el que se encontraba tan libre, tan tranquilo… tan poco londinense como para ponerse a hablar con la primera persona que encontró en el metro y que resultó ser viajera Número Uno. Ella también le contó su historia, brevemente, y así fue como él se enteró de que ella ya no vivía en Londres y que su viaje, como el suyo, no finalizaba allí ni mucho menos.

Más tarde, él intento decir unas pocas palabras en castellano sin mucho éxito comunicativo, aunque a ella no le importó en absoluto porque era un señor muy simpático. Y así es como se enteró de que él hombre que-sabía-decir-cerveza-en-español-(¿cómo no?) se apellidaba Pérez, un apellido muy castizo. De ahí que este relato se titule “El señor Pérez”.

Éste es el momento del relato en que las puertas del metro se abren y dejan ver el letrero de Waterloo Station. Ambos recorren juntos unos cuantos metros más, pero desgraciadamente así funcionan los viajes: cuando unos llegan a su meta, otros tiene aún un largo camino por delante. El señor Pérez tenía aún que hacer intercambio y seguir un par de paradas más hasta la casa de su amigo, y la viajante Número Uno (cuyo nombre no sabemos porque nunca lo dijo) debía coger un tren hacia alguna parte en la estación de Waterloo. El señor Peréz demostró que, a pesar de no hablar español (cosa que lamentaba profundamente), si sabía dar dos señores besos al despedirse, a la manera española. Y tras esto, ambos continuaron su camino. No estaban tristes, estaban contentos. Al menos viajera lo estaba. Había conocido a un interesante monitor de natación de orígenes gallegos que le había aliviado el peso de su carga durante unos breves instantes.

Ninguno de los dos dará mucha importancia a este episodio, probablemente. Pero estos encuentros casuales entre dos viajeros, tan frágiles, tan susceptibles de caer en el olvido, son al mismo tiempo increíblemente interesantes, refrescantes, desconcertantes y únicos. Nunca se sabe al lado de quién estás viajando en el metro, el tren, el avión, o quién es el taxista que te está llevando a casa. Éste hecho tétrico, esta verdad, nos muestra lo grande que es el mundo y lo tan lleno de personas que está, con sus historias, sus vidas, sus mundos esperando ser explorados.

Y sobre todo esto reflexionaba viajera Número Uno mientras iba en el tren, mirando por la ventana, y preparándose para ver pasar árbol tras árbol durante las siguientes tres horas, al mismo tiempo que trataba de escribir algo medianamente legible en su Cuaderno de Viaje a pesar del incesante traqueteo; del chacachá, del chacachá del tren.

Un comentario en “Cuaderno de Viaje

  1. Marisa

    ¡Qué frescura tienes, mi niña! Desde la primera hasta la última palabra he ido recreando imagen tras imagen lo que en tu relato has ido plasmando. Todo, absolutamente todo, ha pasado por mi cabeza como en una película, no he dejado de ver una pizca de tu historia en el ratillo que he pasado leyendo.
    ¿Sabes una cosa? Te envidio. ¡¡¡¡¡Y me encanta!!!!!
    Un beso grandote

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