La rotonda del eterno retorno

¿Quién eres?

Dímelo tú.

Volver, regresar, guiar tus pasos sobre tus huellas y recorrer la distancia que te separa de tu punto de partida, de tu origen. Como concepto puramente físico, “volver” parece una acción sencilla, sin embargo, al llevarlo a la práctica, se torna una misión imposible. A pesar de ello, seguimos repitiéndolo: vuelvo a casa. En un rato, en una fracción de tiempo indeterminada, habré surcado el espacio, dejando atrás autobuses, trenes, controles de seguridad, turbulencias, para encontrarme de nuevo en la rotonda del eterno retorno.

Me encuentro de nuevo haciendo la maleta, cada vez más eficientemente y con la tranquilidad de que no necesito mucho. Vuelvo a casa, todo lo mío está allí: mi cuarto, mi ropa, mi familia y mis amigos, mis calles, mis rincones, mis fantasmas… todo lo que dejé atrás. “Atrás” como concepto de lugar se me antoja real, tangible, sólido, pero lo cierto es que hay pocos espacios más ficticios que aquellos catalogados como “atrás” o “delante”. La verdad es que no hay forma de dejar el pasado atrás, y que nunca puedes volver de donde no te has ido.


La primera vez que la tomé me mareé un poco, pero cada vez la sensación es más difusa. Al aproximarme a la rotonda de entrada a mi pueblo, subida en el coche familiar, con las voces de mis padres resonando junto a la mía, mi estómago se encoje, mis músculos se tensan y mi mirada se fija en el horizonte, más allá del parabrisas. Entonces, el coche se inclina lentamente hacia un lado, el paisaje se abre y la imagen aparece. Una y otra vez la misma imagen extrañamente conocida se materializa ante mis ojos. De noche o de día, en invierno o verano, cada vez que tomamos esta ronda algo dentro de mí ansía encontrarse con algo inexplicable aguardando al otro lado. Sin embargo, mi cerebro siempre recibe la misma pétrea e inamovible fotografía: campos áridos, asfalto serpentino, un olivo solitario y dos edificios bajos y grises. Bienvenida a casa. Una vez dentro del municipio, mi boca despide a borbotones el mismo comentario: Todo sigue igual.


Mi cuarto, mi cama, mis libros, mis fotos y posters… mi rutina parece seguir también aquí, congelada, intacta, tal y como la abandoné. Es parte de los efectos secundarios de “volver”: en cuanto uno de tus pies toca tierra originaria, todos los fantasmas escapan de sus tumbas y te embisten en manada. Torbellinos de sensaciones trepan por tus neuronas estableciendo conexiones que habían permanecido inactivas durante largo tiempo y trayendo consigo luces, impresiones y escalofríos. Todo lo que habías vivido desde que te marchaste, todo lo que creías que eras, se desintegra en un segundo, y todos los miedos, inseguridades y dudas del pasado salen de su escondite y te abordan sobre el felpudo de entrada. De repente, te encuentras de nuevo donde empezaste, desorientado, perdido, y al mismo tiempo extrañamente cómodo y en paz. Paradójicamente, el hechizo de volver es también una sensación dulce y cálida, irresistiblemente paralizadora. Es fácil sucumbir, pero al mirarte al espejo de tu habitación, la persona que te devuelve la mirada al otro lado ya no es aquella que una vez durmiera y soñara en esta cama.

¿Quién eres?

Dímelo tú.


Hace un rato esta maleta azul estaba sobre la moqueta parduzca de mi dormitorio al otro lado del mar, y tras un periodo de transición, de bamboleos en el estómago metálico de una maquina voladora, se encuentra sobre el parqué de mi dormitorio aquí, en casa. Magia.

Esta maleta, que constituye la única prueba de la existencia de mi otra vida a miles de kilómetros de aquí, reposa ajena a mis quebraderos de cabeza y mis paranoias crecientes. ¿Y si, como las maletas, tuviéramos un límite de equipaje que poder llevar con nosotros? ¿Y si, al igual que las maletas, pudiéramos decidir qué recuerdos viajan con nosotros?

Sentada en la cama, con la maleta abierta a mis pies, sé que esta vez algo ha cambiado. Debajo de la fría e inamovible realidad, detrás de la pétrea imagen de siempre, puedo percibir las vibraciones de ese otro mundo. Será que esta vez tengo un secreto, un pequeño, minúsculo pero poderoso secreto que no puede esperar a ser revelado.

No acabo de llegar y ya estoy en la puerta de nuevo, con el aire fresco de la noche en mi cara, y el calor dulce del hogar en mi nuca. No tardaré, serán solo diez minutos, aunque quizás me lleve un poco más del otro tiempo; del plástico, flexible, eterno, circular tiempo que derrite los relojes en los cuadros de Dalí.


Es extraño pasear por estas calles tras pasar una larga temporada cruzando otros pasos de cebra y posando la mirada sobre otros edificios. Se me antoja estar caminando por un decorado, una réplica, una tierra irreal. Sin embargo, esta noche, como todas, las farolas anaranjadas iluminan las calles prácticamente vacías, y mis pasos reverberan firmes sobre las baldosas llevándome como a un autómata hacia lugares tantas veces transitados. Hoy no necesito mirar para saber por dónde voy; hoy me bastan la noche y mis pies para viajar al pasado, al futuro y al presente.

Primera parada: Un edificio de ladrillos ocres, altas verjas rojizas, y cornisas plagadas de palomas. Puedo sentir los fantasmas gritando desde el otro lado, preparados para salir a la superficie. Me acerco a tan solo un palmo de la barandilla que rodea el edificio y cierro mis dedos entorno al frio metal. Es entonces cuando todos los recuerdos se elevan del suelo, levantando remolinos de arena con ellos. En el caos de las imágenes, solo unas pocas se quedan flotando ante mi mirada. Los veo todos a la vez, superpuestos, entremezclados, y ellos me guían saltando aleatoriamente en el tiempo en un espiral de recuerdos sin principio ni final. ¿Cómo poder describir todo lo que pasó entre estas rejas?

“Érase una vez una jaula mágica, dentro de la cual todo era posible. Todos los días la jaula se llenaba de pequeñas fieras indómitas que eran vigiladas muy de cerca por domadores de circo que les proporcionaban adiestramiento y alimento. Todos los días, durante 45 minutos, las puertas de las celdas se abrían y el patio de la jaula se llenaba de gritos, risas, llantos, peleas, juegos y magia. Durante 45 minutos el duro mundo real implosionaba en este recinto: los barrotes se fundían, el tiempo se derretía, es espacio se multiplicaba y todo era posible.”

He sido tanta gente aquí dentro, he visitado tantos lugares… Todo era posible si manteníamos la imaginación en funcionamiento, dibujando, transformando, creando el mundo a nuestro alrededor. Un día, cuando la puerta de salida de la jaula mágica se abrió definitivamente y la verja se cerró detrás de nosotros para siempre, pareció como si la magia de la infancia quedará allí atrás, atrapada entre barrotes. Ahora sé que ese capacidad de inventar, de narrar e interpretar a placer el mundo jamás nos abandona.

¿Quién eres?

Dímelo tú.


Un ruido me sobresalta, y al girarme vislumbro una figura en la penumbra de un portal. La magia de los recuerdos se ha extinguido súbitamente y un gélido miedo se ha instalado en el centro de mi frente. Definitivamente hay alguien o algo debajo de ese portal. Una de dos: o se trata de un fantasma invocado por error, o de un asesino en serie.

– ¿Te conozco?

– ¿Me conoces?

– Resulta complicado de decir si no puedo verte la cara.

¿Habéis tenido alguna vez un sueño en el que todo está borroso, desenfocado, y cuando miráis a vuestro acompañante no sois capaces de distinguir rasgos o facciones en el lugar en el que debería haber un rostro? Si alguna vez criaturas sin rostro o personalidad definida han invadido vuestros sueños, entonces sabréis lo que sentí al mirar a la misteriosa forma que avanzaba hacia a mí:

– ¿Quién eres?

– Dímelo tú.


Ninguna sombra repta bajo sus pies ante la luz de las farolas, y aunque no pueda ver sus ojos, sé que me están mirando.

– ¿Echando un vistazo a tu antiguo colegio?

– Algo parecido. Un momento, ¿cómo sabes que este fue mi colegio?

– Porque al contrario que tú, yo sí que sé con quién estoy hablando.

– Muy bien, misterioso-ser-sabelotodo, ¿Quién soy?

– ¿Quién eres? Eres un hada y un pirata; un héroe y una villana; sanadora de los árboles y torturadora de los insectos. Eres un pájaro, eres un duende, eres un perro…

– ¡¿Un perro?! .- Grito entre indignada y aterrada.

– Eras mil cosas y ninguna ahí dentro.

Levanto las cejas. Este tipo me acosa en mitad de mi exorcismo personal solo para recordarme mi tendencia infantil a travestirme, metamorfosearme y torturar bichitos. ¡Estupendo! Me está empezando a enervar su no-cara y su escalofriante conocimiento sobre mi persona.

– Lo que tú digas: soy un perro, mil cosas y ninguna, pero tú, ¿quién demonios eres tú?

– Tú sabrás. Tú me has llamado.

– ¿Qué yo te he llamado? ¿Por tu nombre? ¿y cuál era ese nombre?… Déjame adivinar: “dímelo tú”.

– Exacto.

– Perfecto.- Resoplo. – Está bien, quién-quiera-que-seas, hagamos un pacto. Resulta que me pillas en medio de un paseo, ritual, cosa rara, para el que no tengo toda la noche. Partiendo de la base de que se supone que yo te he llamado sin siquiera saber tu nombre (¡un hurra por mí!), y de que pareces poseer abundante información sobre mi yo-pasado, se me ocurre que quizás pudieras acompañarme en mi sicodélica odisea a los sitios emblemáticos de mi infancia y adolescencia. ¿Qué te parece?

– Suena terriblemente… interesante. Cuenta conmigo. ¿A dónde vamos ahora?

– No sé, dímelo tú.

– Muy graciosa.


Próxima parada: El Parque. Caminamos en silencio, sincronizados. El humo de los coches brinda una neblina que confiere a las rosas marchitas y pálidas un velo de ensueño. Estar de pie en mitad del parque junto con una aparición grandilocuente también parece un sueño. Y sin embargo, sé que está ocurriendo aquí y ahora; allí y siempre.

– Vaya remolino de emociones trae este lugar consigo…

– ¿Tú también lo percibes?- Me sobresalto.

– Claro, y también los veo a nuestro alrededor, saliendo por debajo de la pista de baloncesto, emergiendo por detrás de las papeleras, serpenteando entre los arbustos. Están todos aquí: los buenos, los malos, los cálidos…Es como una maraña de fantasmas y emociones. Es la adolescencia. ¿Recuerdas? Todas tus emociones están en continuo flujo, transformándose, saltando de una a otra sin descanso.

– ¿Cómo olvidarlo? Podrías hacer algo útil y describirme lo que estoy viendo aquí.

– Lo siento, no sé lo que estás viendo ahora, solo puedo contarte lo que viste y viviste entonces.

– ¿Ósea que tienes limitaciones?

– Claro que las tengo. Las que tú me pones.

– Está bien saberlo. Habla pues, ¿Cómo viví este parque?

– ¿Recuerdas el poder que sentías al llenar un barreño de agua y esparcir sobre ésta ramitas y hojas para luego arrojar un puñado de hormigas a su suerte? ¿Recuerdas observar desde arriba como nadaban, mover las aguas a capricho, y finalmente premiar a las más persistentes en la lucha? Este parque te transformó en hormiga: vapuleada, retada, burlada, examinada. A merced del azar y del capricho de los que te rodeaban, así te sentías. Sin embargo, de repente, antes del veredicto final, saltaste del barreño y huiste sin mirar atrás.

Hui, sí. Hice la maleta y me marché. Sucumbiendo finalmente al instinto de supervivencia, decidí que solo yo tenía la potestad para juzgar mi valía. Me fui literal y místicamente de este lugar para encontrarme a mí misma, para ver que parte de mí quedaba en pie una vez que los fantasmas se desintegrasen. Ahora me doy cuenta que por mucha tierra que ponga de por medio, aquella niña siempre formará parte de mí. Al mismo tiempo, esa niña nunca podrá “volver”, pues la que vuelve siempre es otra, cambiada, mirando la vida a través de un filtro diferente; viendo la misma rotonda impertérrita, igual, y al mismo tiempo extrañamente irreconocible.

– Crees saber lo que entonces pensaba y sentía, pero te equivocas. Te equivocas porque hasta en los momentos más tenebrosos siempre me aferré a mi pequeño secreto. ¿Quieres que te lo cuente?

– Por favor.

– Te aviso que cuando lo haga desaparecerás, puf, en el aire, volatilizado, de vuelta a donde perteneces.

– No te preocupes, para eso estamos, para ir y venir e incordiar un poco en el camino. Es ley de fantasma.

– Muy bien. ¿Estás listo?


“Crees conocer a la persona que fui entre estas calles, en este parque, pero siempre escondí un secreto. Cuando las verjas granates del patio del colegio se cerraron tras de mí no lograron retener a la niña que fui. Aunque durante un tiempo me esforzarse por ver la vida como ellos querían, regida por sólidos, tangibles e inamovibles Hechos, en mi fuero interno siempre fui consciente de la plasticidad de la realidad. Una vez fuera del patio del colegio, seguí viajando a sitios reales e imaginarios, y seguí narrándome historias en la sombra porque eso es lo que hago; porque eso es lo que todos hacemos.

Crees que me conoces, pero ¿cómo puedes conocerme si cambio a cada momento? No se trata de un cambio cronológico, sino caótico y caprichoso. Soy mil personas y un cuerpo, soy todas las yo del pasado y ninguna. Éste es mi secreto: la única verdadera quimera es pretender entender el mundo a través de la contemplación puramente objetiva de la fría realidad.

La realidad no es fría, no es sólida. El pasado no existe; somos nosotros los que lo creamos en nuestras cabezas, organizando los recuerdos, construyendo la narrativa de nuestras vidas. Viajamos al pasado continuamente intentando construir una identidad segura, firme, homogénea. “Volvemos” y buscamos ese momento en el que todo cambio, ese momento que explique cómo y quién somos ahora. Tratamos de reconstruir nuestra historia ligada a fechas y lugares, avanzando en el tiempo, madurando, moviéndonos hacia “delante”.

He aquí mi secreto: La realidad no existe, ni el tiempo, ni el espacio. Todo está dentro de nosotros. Todo existe porque abrimos los ojos y lo creaos a nuestro alrededor, y cuando tus ojos no vuelvan a abrirse, el mundo habrá dejado de existir. El orden, las etapas de la vida, las expectativas y obligaciones sociales, no existen en el eterno presente; son invenciones, son narrativas. La vida por sí misma no tiene sentido, somos nosotros quién artificialmente la dotamos de significado para poder conciliar el sueño.

¿Aterrador, no crees? Sin embargo, cuando aceptas este secreto, todo se relativiza, el peso de tu pasado y de tu futuro se evapora, tú te evaporas quién-quiera-que-seas. Desapareces. Descubres que tu pasado no existe en un lugar concreto, y que no puedes volver porque nunca te has ido. Entiendes que pasado y futuro conviven dentro de ti en el eterno presente, y que tus miedos e inseguridades van de la mano de tus sueños y esperanzas. Asumes que no hay forma de dejarte “atrás” a ti mismo; que siempre caminarás a tu lado.

Una vez que asumes que todo cambio está instigado desde dentro, y que la realidad es parte de una continua y espiral narrativa controlada únicamente por ti; el miedo se transforma en libertad, el espacio se curva, las rejas se derriten, las posibilidades se multiplican. ¿Quién quieres ser?


Mi cerebro está abotargado, mi piel ardiendo, mis ojos irritados. Mis rodillas no cesan de chocar la una contra la otra y me falta el aire. Aún quedan diez minutos. Me quema este asiento acolchado, la gente hablando en mil idiomas a mí alrededor me enerva y los pitiditos me desquician. Casi puedo degustar la ansiedad en la boca de mi garganta. Mi cuerpo, que sigue atrapado en este lugar de tránsito, ansía reunirse con mi mente que ya se encuentra girando, una y otra vez, en el mismo lugar de siempre, deseosa de volver a casa.

El reloj digital deja caer por fin la hora exacta, y los viajeros nos acercamos aclamados por una voz metálica hacia la puerta de embarque A8. La adrenalina reanima mi cuerpo entumecido, mientras mi cabeza da vueltas y más vueltas, cada vez más deprisa, alrededor de la rotonda del eterno retorno.


– ¿Quién eres?

– Dímelo tú.


P VI. LLuvia

Lluvia

Cubriéndolo todo, en las alturas las nubes se aglutinan, se mezclan unas con otras, comparten sus átomos y reparten su carga. Cuando éstas se enfrían, el agua que flota condensada en la atmósfera, vuelve a su estado líquido y se precipita, atraída por la gravedad, hacia la Tierra.

Estas nubes grisáceas son fenómenos engañosos para el ojo humano. A pesar de su aspecto sólido, algodonoso y mullido, no son más que humo húmedo proveniente de las olas del mar, del hielo de los casquetes polares, de las cascadas de los ríos, de la superficie de los pantanos y de las piscinas de los adosados. Su tacto es apenas perceptible; es como una caricia acuosa y fresca, como el aliento del mar. Si tuvieras la intención de recostarte en el lomo de una nube para observar el mundo desde arriba, lo único que conseguirías sería traspasar los grises nubarrones y aparecer bajo ellos, de la misma manera que las gotas de agua caen y aterrizan aleatoriamente sobre la corteza del planeta.

Ésta es la corta historia de una de esas gotas de H2O, que fruto del ciclo del agua y de las fuerzas naturales, viajó desde los acantilados, elevándose hacia el cielo, disolviéndose en el aire, siendo invocada de nuevo en una lluviosa tarde de septiembre y reclamada de vuelta a la superficie terrestre.

Su cuerpo trasparente y alargado se desprende de las nubes y junto con miles de otras gotas, viaja a toda velocidad hacia su próximo destino. Filas y filas de casas adosadas la esperan con sus jardines cuadrados, simétricos, e increíblemente parecidos los unos a los otros. En su descenso, la gota se aproxima a una de tantas casas anaranjadas y el reflejo de una ventana blanca y rectangular se proyecta en su cuerpo convexo. A través de esta ventana empapada, tan solo se llega a divisar la pared blanca del fondo, y de cuando en cuando, un objeto esférico azul eléctrico sale despedido desde abajo, elevándose rápidamente, perdiéndose más allá del marco superior de la ventana, y volviendo a caer. Si las gotas de agua fueran seres vivos, pluricelulares y con un cerebro capaz de sorprenderse o de extrañarse, la pregunta: “¿Qué ha sido eso?” se formaría en su interior. Cómo no es así, la gota continua inalterable su caída libre hacia su final, (o su principio, según se mire).

El viento sopla desde el Este, barriendo las diminutas partículas de agua hacia la dirección contraria, de tal manera que nuestra protagonista va a dar contra el cristal de la ventana misteriosa, estallando en mil fragmentos, que se vuelven a mezclar al resbalar por la superficie acristalada. Ahora sí, a través de la gota de agua, atravesando el cristal, podemos echar un vistazo al interior de esta habitación. Un armario empotrado lleno de pegatinas, dibujos, posters, y demás adornos; decenas de coloridos lomos de libros reclaman atención desde una estantería a rebosar; calcetines, deportivas, botas y zapatillas pueblan el suelo y cubren la alfombra; un atestado escritorio da cobijo a un parpadeante portátil y una cama individual soporta el peso de una muchachita pensativa, su pelo largo y ondulado desparramado por la almohada en todas direcciones.

Las pupilas de sus ojos que se encuentran bajo un ceño fruncido siguen el rítmico golpeteo, el sube y baja, de la pelota de goma azul que impulsada por su propia mano, rebota en el techo volviendo a caer en su poder sin aparente esfuerzo, lo cual es una señal evidente de su dominio de esta actividad, dominio que solo puede venir dado por una constante práctica. Tras este gesto repetitivo, tras este bucle sin sentido, se esconden profundos pensamientos, y si se presta atención, se puede oír el crujir de la tormenta que debe de estar teniendo lugar en el interior de esta blanda cabeza humana. Sin embargo, no disponemos de tiempo suficiente como para realizar un análisis exhaustivo de la expresión de su rostro, ni de la dimensión de sus pupilas, debido a la alta velocidad de la gota sobre el cristal. En su descenso, ya tan solo se puede visualizar a través de ella el brazo delgado alzándose, lanzando la pelota y perdiéndose de nuevo de vista, preparándose para recuperarla.

***

“Uno, dos, tres, cuatro… lo tengo dominado. Lluvia, lluvia, lluvia. Pero qué bien se está aquí dentro, contemplando el temporal sin estar expuesta al viento. ¡Que jaleo hace el condenado! Se cuela por el marco de la ventana y su silbido agudo, terrorífico, acompaña al pum-pum-pum de la pelota en el techo, y de fondo la incansable melodía del agua derramándose sobre la vida.

La vida… ¿qué es la vida? ¿Es tan solo un concepto, o son cientos? ¿Es vivir cobijarse en tu madriguera y observar con indiferencia cómo cae la lluvia allí fuera mientras le das vueltas al significado de la misma? ¿O es vivir salir y mojarse? La vida es mojarse, ensuciarse, herirse y curarse, y finalmente morir. ¡Qué romántico! ¡Qué cierto! ¡Qué cínico por mi parte! Estando aquí tumbada, en pijama, esperando a que pasen las horas suficientes para poder irme a dormir –dormir, morir-, en vez de hacer algo productivo, algo de provecho… ¿y que es algo de provecho? ¿Que le aproveche a quién? Yo les saco partido a estas horas muertas; les saco partido haciendo nada, simplemente pensando, usando lo que la Madre Naturaleza nos ha dado y que ha resultado ser más bien un castigo que un premio. Si el cerebro del ser humano no fuese distinto al de otros animales, ahora mismo estaría mojándome (ergo viviendo), corriendo por los bosques, cazando, preocupada de buscar un sitio a cubierto para pasar la noche: ocupada, al fin y al cabo. Viva. Viviendo.

No tendría lenguaje con el que articular pensamientos tan complejos como absurdos y estúpidamente abstractos, pero tampoco tendría tiempo para pensar en nada que no  fuera en mi inmediata supervivencia. Viviría en “el aquí y en el ahora”. ¿Dónde estoy en este instante? Estoy en mi cuarto, estoy tumbada en mi cama. Correcto. Aquí. Ahora. Y sin embargo,… ¿dónde está mi mente? Está en el futuro, en las manillas del reloj, empujándolas con su telepatía inexistente. Las seis. Que sean las siete. Que sean las ocho. Quiero cenar. Quiero ver la tele un rato y luego irme. ¿Irme a dónde? Al mismo lugar en el que estoy ahora: a mi cerebro; pero a una parte distinta del mismo, a una parte escondida, oculta y difícil de encontrar y a la que solo se puede acceder a través de los sueños. Solo cuando se desconecta el raciocinio y la consciencia son nuestras neuronas capaces de bajar a las catacumbas de nuestro cerebro donde descansan nuestros más puros deseos e instintos, libres de toda atadura, libres de toda autorrepresión.

¿Es ésto vivir? ¿Anhelar el sueño? ¿Es anhelar el sueño lo mismo que anhelar la muerte? ¿Qué es la muerte?”

– ¡PUM, PUM, PUM!

 Un momento, eso no ha sido mi pelota… Alguien está en la puerta. Doy un respingo, me incorporo, escondo la pelota, pregunto:

– ¿Sí?

– Soy yo, Rocío. Camila y Fede están aquí y preguntan por ti. Como está lloviendo les he hecho pasar y te están esperando abajo.

Genial. Justo ahora. Pereza mortal. ¿En serio? ¡Nos acabamos de ver! ¿Qué quieren ahora?

– Vale… ¡me cambio y ahora bajo!

– Como es el primer día de clase y supongo que no tenéis deberes aún, puedes salir un rato si quieres o también podéis quedaros aquí charlando un rato. A mí no me importa.

– Vale, gracias mamá.

Pobre mamá; se piensa que me está haciendo un favor, con lo poquito que me apetece en estos momentos la interacción social. ¿Qué tripa se les habrá roto a estos ahora?

 

Cuaderno de Viaje 3

3. Poesía escatológica

Cuando preparas el itinerario de un largo viaje, hay dos cosas que tienes que tener muy presentes: lo que entra y lo que sale de tu cuerpo. Comida y agua son vitales para no morir de inanición y/o de aburrimiento durante un tedioso trayecto, pero quizás más importante aún es tener cerca algún lugar en el que poder aliviar tu vejiga cuando recibas la inoportuna llamada de Mamá Naturaleza. Soy consciente de que la necesidad de tener un urinario a una distancia no mayor de tres metros a la redonda no es una preocupación de igual importancia para todos los seres humanos. Sé de la existencia de   algunos superhombres y supermujeres capaces de aguantar horas y horas del tirón sin vaciar la vejiga. Desde aquí quiero felicitarles a todos ellos y transmitirles mi más profunda admiración y sincero odio.

No hay nada que me aterrorice más que la perspectiva de encontrarme a bordo de un autobús, coche o avión y que me entren unas incontenibles ganas de visitar al honorable señor WC. Mi miedo está plenamente justificado, ya que incluso salir a dar un paseo se puede convertir en la más terrible de las torturas si de repente me encuentro en mitad de una basta y hostil tierra sin ningún aliviadero a mi alcance. Lo que empieza como una pequeña sensación incómoda en el bajo vientre, acaba transformándose en el peor de los dolores del mundo, tanto por su intensidad y su urgencia, como por su vergonzosa naturaleza. No se vosotros, pero en estos casos no hay absolutamente nada en lo que pueda pensar excepto en el pantano a punto de desbordarse que albergo en mi interior. Adiós a la felicidad, a la luz del sol, a la música que estés escuchando, adiós al raciocinio, las buenas maneras, la coordinación de tus movimientos, en resumen: adiós a toda actividad cerebral. En esos momentos de sufrimiento sin parangón, lo único que aparece en mi mente, como una retahíla, como una oración pagana, con exclamaciones y en mayúsculas, es ese precioso verbo reflexivo que todos estáis pensando y que tanto me está costando no escribir en este Cuaderno de Viaje tan fino.

Esta entrada no va a versar sobre las buenaventuras de algún pintoresco viajero que me haya encontrado en alguna de mis andanzas, si no que esta vez, y sin que sirva de precedente, voy a tomar las riendas de este relato haciendo de mi persona y de mi deficiencia el centro de este fermoso relato (ya os avisé de que este Cuaderno era muy fino, aun y cuando el tema central es algún tipo de secreción corporal). Sin embargo, uno siempre ha de mirar el lado positivo de sus desgracias, ya que dentro de ellas, de la misma manera que en la propia palabra, siempre espera oculta alguna “gracia”. Entiéndase “gracia” como algún don o regalo positivo que una mala experiencia te brinda, alguna enseñanza constructiva, o bien como algún motivo de chanza o auto-chanza, que será lo más común.

 En mi caso, mi vejiga rebelde me ha abierto los ojos al maravilloso mundo de los baños públicos. No hay un solo lugar en el que haya estado en el cual no haya dejado una muestra de ADN, y que por lógica perruna y aplastante, no haya marcado como parte de mi territorio. Ancho es mi dominio. Dueña y señora de los suelos encharcados, las papeleras atestadas, las tapas con gotitas ámbar, el papel higiénico de lija y las tissues transparentes, las tazas bailarinas, las cadenas en desuso, los grifos estafadores de los que únicamente sale agua hirviendo y lo más importante de todo el completamente estúpido, absurdo, inútil, objeto deleznable dónde los haya: secador de manos. En mi reino nunca se pone el sol porque no hay ventanas. Museos, galerías, bibliotecas, grandes superficies, supermercados, cines, baños públicos aleatorios, baños públicos de fiesta de pueblo, de playa, gasolineras, trenes, aviones y un prolongado etcétera. Entre todos ellos, sobrevivir a un retrete volador es un gran desafío. En cuanto estás dentro y has echado el pestillo, sin duda sobrevolarás una zona de turbulencias. Es un difícil trabajo para todas aquellas personas desentrenadas en el noble arte de sobrevivir a los baños públicos, pero no para una experimentada usuaria como yo.

No obstante, siempre hay un resquicio para la poesía, incluso o precisamente allí donde nuestra naturaleza animal es tan evidente como en una letrina comunitaria. ¿No dicen que a los grandes genios todas sus genialidades se les ocurrieron cuando estaban en el baño? No sé quién, pero alguien lo dice. Volviendo al tema que nos ocupa: la poesía de los baños públicos está escrita con la tinta de los rotuladores permanentes sobre el lienzo de las puertas. Durante mi vida, me he empapado con la sabiduría popular del pueblo llano y soberano, ya que entre tanto chiste de mal gusto, tanto “Fulanita y Sultanita han estado aquí. Las mejores. Amigas para siempre (means you’ll always be my friend). 34/13/1034 A.C”, tanto “Go Vegan” vs. “CHULETAS DE CERDO”; aderezados con diálogos tan sumamente interesantes como: “A. – Perenganita es lesbiana; B. – Eso quisieras tú, que está casada y tiene novecientos treinta y cuatro mil churumbeles, C. – ¡La bisexualidad es la respuesta!”, y algún que otro pareado que nunca pierde lustro como “Tortura no es cultura”, se esconden auténticas perlas del conocimiento, tesoros del saber, que te hacen salir del baño con un peso menos y una nueva visión de la vida. A lo largo de mi caminar, he ido recogiendo algunos de estas frases de baño público que alguien alguna vez escribió pensado en todos los demás “alguien” que las leerían y sonreirían cómplices. Porque todos somos humanos, incluso aquellos cuya anatomía privilegiada les permite el no pisar nunca un baño público.

“Si no nosotras/os, ¿Quién? Si no ahora, ¿Cuándo?”

“No tengo fuerzas para rendirme”

“Si no te mueves nunca notas las cadenas”

“Vomito malas intenciones con los ojos oxidados de no verte”

“Es tan cierto que todo el mundo muere como que solo algunos viven”

 

Antonio Machado, Soledades
Antonio Machado, Soledades

Cuaderno de Viaje

  1. El señor Pérez (y cómo escribir en un tren)

Los viajes en los que cubres grandes distancias son como un largo trance, un periodo de vacío existencial, de pérdida de tiempo y energía completamente obsoleta. Especialmente si tu viaje conlleva un periodo anterior de preparación (el pre-viaje) en el que tienes que cuadrar horarios de aviones, trenes, autobuses de tal manera que te dé tiempo a llegar desde el primer medio de transporte al siguiente.

Cuando tu viaje es de esos que duran un día entero (hora arriba, hora abajo) se crea en tu cerebro y en tu cuerpo una situación de parálisis momentánea, de hibernación aparente. Todo tu ser se pone en modo de espera; aguardando a que tus pies toquen de nuevo suelo conocido y vuelvas a calzarte tu “papel” correspondiente. Pero mientras viajas no eres nada ni nadie: eres viajante, eres viajero. Te aferras a tus maletas, prueba de que tienes un pasado y de que buscas un futuro. Testigos de que vienes de un sitio y vas a algún lado. Y también metáforas de la carga que traes contigo (física y mental) y de la que nunca te librarás. Nunca.

Las maletas estorban, molestan, son pesadas, te hacen tropezar, te agotan… ¿Quién no ha tenido la tentación de soltarlas en cualquier parte? ¿De abandonarlas? ¿De marchar libre de cualquier lastre? ¿Y quién lo ha hecho alguna vez? Yo no, desde luego. Nos aferramos a nuestras ilusiones, nuestros recuerdos, nuestro jamón serrano envasado al vacío y nuestros calcetines con tomates como si nos fuese la vida en ello. Y realmente así es. Es nuestra vida lo que empaquetamos, apretujamos, doblamos y ordenamos dentro de nuestras maletas. Son nuestros objetos los que nos recuerdan quienes somos, cual es nuestro origen y cual nuestro destino.

Así es, pero están encerrados y cerrados; guardados hasta que pasemos la línea de meta. Es por esto que el viajante se siente raro, se siente distinto; se siente un poco nómada. El viajero es una incógnita para el mismo y para los que le rodean. Una persona cargada de bultos, visiblemente incómoda, somnolienta, cansada… ¿cuál será su historia?

Esta es la historia de cómo viajante número uno conoce a viajante número dos; de como compartieron unos minutos de sus respectivos trayectos y después marcharon cada uno por su lado. Supongo que estaréis esperando a que diga que nunca más se volvieron a encontrar, pero la verdad es que carezco de esa información. Nunca se sabe a quién puedes ver en el metro o recogiendo tu equipaje en el aeropuerto.

La viajera Número Uno había conseguido sentarse en la esquina de una de las filas de asientos de un vagón de metro cualquiera de una gran ciudad cualquiera. Digamos que esta gran ciudad es Londres y supongamos que la pasajera ha tomado la Picadilly line desde la terminal cinco del aeropuerto (que digamos es el de Heathrow). La muchacha está un poco reventada de cargar ella sola con un pedazo de maletón que quita el hipo y su trasero se siente feliz de reposar sano y salvo en un mullido (más no limpio) sillón. Como ya habíamos comentado antes, viajar implica entrar en trance, trance que normalmente viene auto inducido por música, un libro, un crucigrama o un sudoku entre otros métodos (un aplauso para aquellos que son capaces de terminar los sudokus de los periódicos gratuitos del metro. Tiene todos mis respetos. Todos. Sin falta). Número Uno elige la música como sedante y procede a dejarse inundar por los sonidos de su lista de reproducción que emanan por sus enormes cascos.

El tiempo pasa muy lento, demasiado lento. De vez en cuando el sol la golpea de lleno en la cara a través del cristal y la deja ciega por unos segundos. La gente a su alrededor también tiene maletas, y también tiene cascos en sus orejas. Nadie mira a los ojos de nadie. Y si por alguna desgracia de la vida esto ocurriera, uno de los dos contendientes, o los dos, desviará la mirada corriendo y la volverá a posar en el infinito o en los cordones de sus zapatos. Si, siguen atados, como la última vez que lo comprobaste, hará  aproximadamente dos minutos.

De repente, la vocecilla del maquinista intentando anunciar algo (seguramente nada bueno) hace que todo el mundo le dé al botón de pause de sus flamantes Ipods o Mp3,4 o 5; salgan de su mundo de fantasía e ilusión e intenten descifrar lo que esa voz metálica les está diciendo. Todo aquel que alguna vez haya viajado en el metro de Londres sin ser inglés, sabrá a lo que me refiero cuando digo que viajera Número Uno entró repentinamente en pánico y literalmente se arrancó los auriculares de las orejas para dejar que aquella melodiosa voz penetrara directamente en sus tímpanos. Por suerte, o más bien por fuerza de costumbre, entendió a la perfección el mensaje terrorífico que el conductor les estaba haciendo llegar. La Jubilee line estaba cortada entre Finchley Road y Waterloo Station, por lo que viajera número uno se había quedado sin su ruta (número uno también) hasta la mentada estación de trenes. Sin ser muy consciente de ello, probablemente Viajera Número Uno blasfemó en voz baja, seguramente en inglés, mientras sacaba su mapa de la red de metro londinense. La cosa tenía fácil arreglo, simplemente cambiaría la Jubilee por la Bakerloo line, cambiando en Picadilly Circus en vez de en Green Park y bajándose como planeado en Waterloo Station. Great.

Tan ufana estaba por la rápida solución encontrada que no reparó en que al dejar su maleta complemente a su libre albedrío, ésta había patinado sobre sus pequeñas rueditas impulsada por el bamboleo del tren y había golpeado las rodillas de otro viajero (número tres, por ejemplo) haciéndole salir de su ensimismamiento y mirar reprobatoriamente a la chica. Tras disculparse, se aseguró de mantener su maleta bien agarrada de entonces en adelante. Cuál fue su sorpresa cuando se vio atacada por el otro flanco esta vez, por un hombre que había estado a un asiento de ella durante todo el tiempo, probablemente atraído por las hermosas palabras antes pronunciadas por la viajera Number One. La viajera había notado su presencia y por eso sabía que llevaba en el tren desde la terminal 1 del aeropuerto. La razón por la que sus retinas habían tomado nota de este sujeto era porque éste llevaba en pleno mes de enero unas flamantes bermudas azules claro.

El hombre de las piernas al aire, el hombre de la piel de acero, el alienígena aquel se dirigió a la muchacha y le preguntó cómo llegar hasta una estación determinada. La muchacha, pensando que también se trataba de un extranjero más en Londres (another alien in the City), se apresuró a estudiar el mapa junto a él y le indicó la que ella creía que sería la mejor ruta para él. Ahí se quedó la cosa y viajera Número Uno se sintió feliz por un momento por haber ayudado a alguien. Luego, rápidamente se le olvidó. Sin embargo, viajero Número Dos no estaba tan dispuesto a dar su pequeño encuentro en las catacumbas londinenses por concluido tan temprano. Cinco paradas después, el hombre se giró de nuevo hacia ella y le preguntó si se bajaba en la misma parada que él, a lo que la muchacha contestó afirmativamente. Entonces, el hombre le hizo una proposición que amenizaría el viaje de ambos durante unos fugaces momentos. Le preguntó si podría acompañarla dado que él no era de Londres y no sabía moverse muy bien por allí, a lo que la viajera, contenta de que la hubiesen tomado por una londoner, volvió a contestar afirmativamente.

Una vez se hubieron bajado del tren, el hombre y la mujer comenzaron a conversar. Viajero Número Dos pregunto de donde venía esa gran maleta que los acompañaba, a lo que la muchacha respondió que venía de España. El hombre, sorprendido, exclamó que él también venía de España, de Tenerife, donde su familia vivía. A la pregunta de que si era española, la muchacha contesto que sí, que lo era. “Lamentablemente”. Esto no lo dijo, pero lo pensó. Y su felicidad aumentó un poquito al ser consciente de que su acento no había sido reconocido. Su felicidad fue completa cuando al llegar al borde de las escaleras, el hombre simpático propuso intercambiar las maletas: la enorme de ella por la pequeña de mano de él. ¡No podía haber dicho algo más perfecto en un mejor momento! Tras aceptar, obviamente, y agradecerlo mucho, ambos subieron las escaleras. El hombre simpático demostró ser mucho más que simpático, ya que una vez arriba, bajó de nuevo las escaleras para ayudar a otra pasajera (número cuatro) con su respectivo maletorro de la muerte. Very gentlemanlike.

El mismo procedimiento tuvo lugar al llegar al siguiente tramo de escaleras, y una vez que llegaron al andén, la conversación volvió a fluir entre la mujer afortunada y el hombre notablemente simpático. Resulta que viajero Número Dos no era ni una pizca de extranjero, si no que era más bien inglés, aunque de procedencia gallega, cuya familia había decidido retirarse a la más cálida isla de Tenerife, a donde había ido para visitarles. Era la primera vez que iba desde hacía mucho tiempo, porque este hombre tan simpático y curioso vivía ahora en el lejano país de Dubái trabajando como profesor de natación. “De ahí las bermudas”, pensó ella. Así que de Dubái a Tenerife y de Tenerife a Liverpool pasando por Londres, este hombre iba y venía. Esta era su hoja de ruta. Esta era su historia. Se quedaba en casa de un amigo por una noche antes de continuar su viaje, razón por la que había dejado su maletón en el aeropuerto a buen recaudo. He aquí el motivo por el que se encontraba tan libre, tan tranquilo… tan poco londinense como para ponerse a hablar con la primera persona que encontró en el metro y que resultó ser viajera Número Uno. Ella también le contó su historia, brevemente, y así fue como él se enteró de que ella ya no vivía en Londres y que su viaje, como el suyo, no finalizaba allí ni mucho menos.

Más tarde, él intento decir unas pocas palabras en castellano sin mucho éxito comunicativo, aunque a ella no le importó en absoluto porque era un señor muy simpático. Y así es como se enteró de que él hombre que-sabía-decir-cerveza-en-español-(¿cómo no?) se apellidaba Pérez, un apellido muy castizo. De ahí que este relato se titule “El señor Pérez”.

Éste es el momento del relato en que las puertas del metro se abren y dejan ver el letrero de Waterloo Station. Ambos recorren juntos unos cuantos metros más, pero desgraciadamente así funcionan los viajes: cuando unos llegan a su meta, otros tiene aún un largo camino por delante. El señor Pérez tenía aún que hacer intercambio y seguir un par de paradas más hasta la casa de su amigo, y la viajante Número Uno (cuyo nombre no sabemos porque nunca lo dijo) debía coger un tren hacia alguna parte en la estación de Waterloo. El señor Peréz demostró que, a pesar de no hablar español (cosa que lamentaba profundamente), si sabía dar dos señores besos al despedirse, a la manera española. Y tras esto, ambos continuaron su camino. No estaban tristes, estaban contentos. Al menos viajera lo estaba. Había conocido a un interesante monitor de natación de orígenes gallegos que le había aliviado el peso de su carga durante unos breves instantes.

Ninguno de los dos dará mucha importancia a este episodio, probablemente. Pero estos encuentros casuales entre dos viajeros, tan frágiles, tan susceptibles de caer en el olvido, son al mismo tiempo increíblemente interesantes, refrescantes, desconcertantes y únicos. Nunca se sabe al lado de quién estás viajando en el metro, el tren, el avión, o quién es el taxista que te está llevando a casa. Éste hecho tétrico, esta verdad, nos muestra lo grande que es el mundo y lo tan lleno de personas que está, con sus historias, sus vidas, sus mundos esperando ser explorados.

Y sobre todo esto reflexionaba viajera Número Uno mientras iba en el tren, mirando por la ventana, y preparándose para ver pasar árbol tras árbol durante las siguientes tres horas, al mismo tiempo que trataba de escribir algo medianamente legible en su Cuaderno de Viaje a pesar del incesante traqueteo; del chacachá, del chacachá del tren.