People don’t like perfection. They cannot sympathise. They like vulnerability, broken hearts, incompleteness. They long for a puzzle. They believe they can heal the other. They want to try, at least. Perfection is cold and distant. There is nothing else to add to it, nothing for you to complement it. In this suicidal truth I base my hopes of not dying alone. I am the most mediocre, broken, clueless piece of human garbage in the entire world. I am your puzzle.

La rotonda del eterno retorno

¿Quién eres?

Dímelo tú.

Volver, regresar, guiar tus pasos sobre tus huellas y recorrer la distancia que te separa de tu punto de partida, de tu origen. Como concepto puramente físico, “volver” parece una acción sencilla, sin embargo, al llevarlo a la práctica, se torna una misión imposible. A pesar de ello, seguimos repitiéndolo: vuelvo a casa. En un rato, en una fracción de tiempo indeterminada, habré surcado el espacio, dejando atrás autobuses, trenes, controles de seguridad, turbulencias, para encontrarme de nuevo en la rotonda del eterno retorno.

Me encuentro de nuevo haciendo la maleta, cada vez más eficientemente y con la tranquilidad de que no necesito mucho. Vuelvo a casa, todo lo mío está allí: mi cuarto, mi ropa, mi familia y mis amigos, mis calles, mis rincones, mis fantasmas… todo lo que dejé atrás. “Atrás” como concepto de lugar se me antoja real, tangible, sólido, pero lo cierto es que hay pocos espacios más ficticios que aquellos catalogados como “atrás” o “delante”. La verdad es que no hay forma de dejar el pasado atrás, y que nunca puedes volver de donde no te has ido.


La primera vez que la tomé me mareé un poco, pero cada vez la sensación es más difusa. Al aproximarme a la rotonda de entrada a mi pueblo, subida en el coche familiar, con las voces de mis padres resonando junto a la mía, mi estómago se encoje, mis músculos se tensan y mi mirada se fija en el horizonte, más allá del parabrisas. Entonces, el coche se inclina lentamente hacia un lado, el paisaje se abre y la imagen aparece. Una y otra vez la misma imagen extrañamente conocida se materializa ante mis ojos. De noche o de día, en invierno o verano, cada vez que tomamos esta ronda algo dentro de mí ansía encontrarse con algo inexplicable aguardando al otro lado. Sin embargo, mi cerebro siempre recibe la misma pétrea e inamovible fotografía: campos áridos, asfalto serpentino, un olivo solitario y dos edificios bajos y grises. Bienvenida a casa. Una vez dentro del municipio, mi boca despide a borbotones el mismo comentario: Todo sigue igual.


Mi cuarto, mi cama, mis libros, mis fotos y posters… mi rutina parece seguir también aquí, congelada, intacta, tal y como la abandoné. Es parte de los efectos secundarios de “volver”: en cuanto uno de tus pies toca tierra originaria, todos los fantasmas escapan de sus tumbas y te embisten en manada. Torbellinos de sensaciones trepan por tus neuronas estableciendo conexiones que habían permanecido inactivas durante largo tiempo y trayendo consigo luces, impresiones y escalofríos. Todo lo que habías vivido desde que te marchaste, todo lo que creías que eras, se desintegra en un segundo, y todos los miedos, inseguridades y dudas del pasado salen de su escondite y te abordan sobre el felpudo de entrada. De repente, te encuentras de nuevo donde empezaste, desorientado, perdido, y al mismo tiempo extrañamente cómodo y en paz. Paradójicamente, el hechizo de volver es también una sensación dulce y cálida, irresistiblemente paralizadora. Es fácil sucumbir, pero al mirarte al espejo de tu habitación, la persona que te devuelve la mirada al otro lado ya no es aquella que una vez durmiera y soñara en esta cama.

¿Quién eres?

Dímelo tú.


Hace un rato esta maleta azul estaba sobre la moqueta parduzca de mi dormitorio al otro lado del mar, y tras un periodo de transición, de bamboleos en el estómago metálico de una maquina voladora, se encuentra sobre el parqué de mi dormitorio aquí, en casa. Magia.

Esta maleta, que constituye la única prueba de la existencia de mi otra vida a miles de kilómetros de aquí, reposa ajena a mis quebraderos de cabeza y mis paranoias crecientes. ¿Y si, como las maletas, tuviéramos un límite de equipaje que poder llevar con nosotros? ¿Y si, al igual que las maletas, pudiéramos decidir qué recuerdos viajan con nosotros?

Sentada en la cama, con la maleta abierta a mis pies, sé que esta vez algo ha cambiado. Debajo de la fría e inamovible realidad, detrás de la pétrea imagen de siempre, puedo percibir las vibraciones de ese otro mundo. Será que esta vez tengo un secreto, un pequeño, minúsculo pero poderoso secreto que no puede esperar a ser revelado.

No acabo de llegar y ya estoy en la puerta de nuevo, con el aire fresco de la noche en mi cara, y el calor dulce del hogar en mi nuca. No tardaré, serán solo diez minutos, aunque quizás me lleve un poco más del otro tiempo; del plástico, flexible, eterno, circular tiempo que derrite los relojes en los cuadros de Dalí.


Es extraño pasear por estas calles tras pasar una larga temporada cruzando otros pasos de cebra y posando la mirada sobre otros edificios. Se me antoja estar caminando por un decorado, una réplica, una tierra irreal. Sin embargo, esta noche, como todas, las farolas anaranjadas iluminan las calles prácticamente vacías, y mis pasos reverberan firmes sobre las baldosas llevándome como a un autómata hacia lugares tantas veces transitados. Hoy no necesito mirar para saber por dónde voy; hoy me bastan la noche y mis pies para viajar al pasado, al futuro y al presente.

Primera parada: Un edificio de ladrillos ocres, altas verjas rojizas, y cornisas plagadas de palomas. Puedo sentir los fantasmas gritando desde el otro lado, preparados para salir a la superficie. Me acerco a tan solo un palmo de la barandilla que rodea el edificio y cierro mis dedos entorno al frio metal. Es entonces cuando todos los recuerdos se elevan del suelo, levantando remolinos de arena con ellos. En el caos de las imágenes, solo unas pocas se quedan flotando ante mi mirada. Los veo todos a la vez, superpuestos, entremezclados, y ellos me guían saltando aleatoriamente en el tiempo en un espiral de recuerdos sin principio ni final. ¿Cómo poder describir todo lo que pasó entre estas rejas?

“Érase una vez una jaula mágica, dentro de la cual todo era posible. Todos los días la jaula se llenaba de pequeñas fieras indómitas que eran vigiladas muy de cerca por domadores de circo que les proporcionaban adiestramiento y alimento. Todos los días, durante 45 minutos, las puertas de las celdas se abrían y el patio de la jaula se llenaba de gritos, risas, llantos, peleas, juegos y magia. Durante 45 minutos el duro mundo real implosionaba en este recinto: los barrotes se fundían, el tiempo se derretía, es espacio se multiplicaba y todo era posible.”

He sido tanta gente aquí dentro, he visitado tantos lugares… Todo era posible si manteníamos la imaginación en funcionamiento, dibujando, transformando, creando el mundo a nuestro alrededor. Un día, cuando la puerta de salida de la jaula mágica se abrió definitivamente y la verja se cerró detrás de nosotros para siempre, pareció como si la magia de la infancia quedará allí atrás, atrapada entre barrotes. Ahora sé que ese capacidad de inventar, de narrar e interpretar a placer el mundo jamás nos abandona.

¿Quién eres?

Dímelo tú.


Un ruido me sobresalta, y al girarme vislumbro una figura en la penumbra de un portal. La magia de los recuerdos se ha extinguido súbitamente y un gélido miedo se ha instalado en el centro de mi frente. Definitivamente hay alguien o algo debajo de ese portal. Una de dos: o se trata de un fantasma invocado por error, o de un asesino en serie.

– ¿Te conozco?

– ¿Me conoces?

– Resulta complicado de decir si no puedo verte la cara.

¿Habéis tenido alguna vez un sueño en el que todo está borroso, desenfocado, y cuando miráis a vuestro acompañante no sois capaces de distinguir rasgos o facciones en el lugar en el que debería haber un rostro? Si alguna vez criaturas sin rostro o personalidad definida han invadido vuestros sueños, entonces sabréis lo que sentí al mirar a la misteriosa forma que avanzaba hacia a mí:

– ¿Quién eres?

– Dímelo tú.


Ninguna sombra repta bajo sus pies ante la luz de las farolas, y aunque no pueda ver sus ojos, sé que me están mirando.

– ¿Echando un vistazo a tu antiguo colegio?

– Algo parecido. Un momento, ¿cómo sabes que este fue mi colegio?

– Porque al contrario que tú, yo sí que sé con quién estoy hablando.

– Muy bien, misterioso-ser-sabelotodo, ¿Quién soy?

– ¿Quién eres? Eres un hada y un pirata; un héroe y una villana; sanadora de los árboles y torturadora de los insectos. Eres un pájaro, eres un duende, eres un perro…

– ¡¿Un perro?! .- Grito entre indignada y aterrada.

– Eras mil cosas y ninguna ahí dentro.

Levanto las cejas. Este tipo me acosa en mitad de mi exorcismo personal solo para recordarme mi tendencia infantil a travestirme, metamorfosearme y torturar bichitos. ¡Estupendo! Me está empezando a enervar su no-cara y su escalofriante conocimiento sobre mi persona.

– Lo que tú digas: soy un perro, mil cosas y ninguna, pero tú, ¿quién demonios eres tú?

– Tú sabrás. Tú me has llamado.

– ¿Qué yo te he llamado? ¿Por tu nombre? ¿y cuál era ese nombre?… Déjame adivinar: “dímelo tú”.

– Exacto.

– Perfecto.- Resoplo. – Está bien, quién-quiera-que-seas, hagamos un pacto. Resulta que me pillas en medio de un paseo, ritual, cosa rara, para el que no tengo toda la noche. Partiendo de la base de que se supone que yo te he llamado sin siquiera saber tu nombre (¡un hurra por mí!), y de que pareces poseer abundante información sobre mi yo-pasado, se me ocurre que quizás pudieras acompañarme en mi sicodélica odisea a los sitios emblemáticos de mi infancia y adolescencia. ¿Qué te parece?

– Suena terriblemente… interesante. Cuenta conmigo. ¿A dónde vamos ahora?

– No sé, dímelo tú.

– Muy graciosa.


Próxima parada: El Parque. Caminamos en silencio, sincronizados. El humo de los coches brinda una neblina que confiere a las rosas marchitas y pálidas un velo de ensueño. Estar de pie en mitad del parque junto con una aparición grandilocuente también parece un sueño. Y sin embargo, sé que está ocurriendo aquí y ahora; allí y siempre.

– Vaya remolino de emociones trae este lugar consigo…

– ¿Tú también lo percibes?- Me sobresalto.

– Claro, y también los veo a nuestro alrededor, saliendo por debajo de la pista de baloncesto, emergiendo por detrás de las papeleras, serpenteando entre los arbustos. Están todos aquí: los buenos, los malos, los cálidos…Es como una maraña de fantasmas y emociones. Es la adolescencia. ¿Recuerdas? Todas tus emociones están en continuo flujo, transformándose, saltando de una a otra sin descanso.

– ¿Cómo olvidarlo? Podrías hacer algo útil y describirme lo que estoy viendo aquí.

– Lo siento, no sé lo que estás viendo ahora, solo puedo contarte lo que viste y viviste entonces.

– ¿Ósea que tienes limitaciones?

– Claro que las tengo. Las que tú me pones.

– Está bien saberlo. Habla pues, ¿Cómo viví este parque?

– ¿Recuerdas el poder que sentías al llenar un barreño de agua y esparcir sobre ésta ramitas y hojas para luego arrojar un puñado de hormigas a su suerte? ¿Recuerdas observar desde arriba como nadaban, mover las aguas a capricho, y finalmente premiar a las más persistentes en la lucha? Este parque te transformó en hormiga: vapuleada, retada, burlada, examinada. A merced del azar y del capricho de los que te rodeaban, así te sentías. Sin embargo, de repente, antes del veredicto final, saltaste del barreño y huiste sin mirar atrás.

Hui, sí. Hice la maleta y me marché. Sucumbiendo finalmente al instinto de supervivencia, decidí que solo yo tenía la potestad para juzgar mi valía. Me fui literal y místicamente de este lugar para encontrarme a mí misma, para ver que parte de mí quedaba en pie una vez que los fantasmas se desintegrasen. Ahora me doy cuenta que por mucha tierra que ponga de por medio, aquella niña siempre formará parte de mí. Al mismo tiempo, esa niña nunca podrá “volver”, pues la que vuelve siempre es otra, cambiada, mirando la vida a través de un filtro diferente; viendo la misma rotonda impertérrita, igual, y al mismo tiempo extrañamente irreconocible.

– Crees saber lo que entonces pensaba y sentía, pero te equivocas. Te equivocas porque hasta en los momentos más tenebrosos siempre me aferré a mi pequeño secreto. ¿Quieres que te lo cuente?

– Por favor.

– Te aviso que cuando lo haga desaparecerás, puf, en el aire, volatilizado, de vuelta a donde perteneces.

– No te preocupes, para eso estamos, para ir y venir e incordiar un poco en el camino. Es ley de fantasma.

– Muy bien. ¿Estás listo?


“Crees conocer a la persona que fui entre estas calles, en este parque, pero siempre escondí un secreto. Cuando las verjas granates del patio del colegio se cerraron tras de mí no lograron retener a la niña que fui. Aunque durante un tiempo me esforzarse por ver la vida como ellos querían, regida por sólidos, tangibles e inamovibles Hechos, en mi fuero interno siempre fui consciente de la plasticidad de la realidad. Una vez fuera del patio del colegio, seguí viajando a sitios reales e imaginarios, y seguí narrándome historias en la sombra porque eso es lo que hago; porque eso es lo que todos hacemos.

Crees que me conoces, pero ¿cómo puedes conocerme si cambio a cada momento? No se trata de un cambio cronológico, sino caótico y caprichoso. Soy mil personas y un cuerpo, soy todas las yo del pasado y ninguna. Éste es mi secreto: la única verdadera quimera es pretender entender el mundo a través de la contemplación puramente objetiva de la fría realidad.

La realidad no es fría, no es sólida. El pasado no existe; somos nosotros los que lo creamos en nuestras cabezas, organizando los recuerdos, construyendo la narrativa de nuestras vidas. Viajamos al pasado continuamente intentando construir una identidad segura, firme, homogénea. “Volvemos” y buscamos ese momento en el que todo cambio, ese momento que explique cómo y quién somos ahora. Tratamos de reconstruir nuestra historia ligada a fechas y lugares, avanzando en el tiempo, madurando, moviéndonos hacia “delante”.

He aquí mi secreto: La realidad no existe, ni el tiempo, ni el espacio. Todo está dentro de nosotros. Todo existe porque abrimos los ojos y lo creaos a nuestro alrededor, y cuando tus ojos no vuelvan a abrirse, el mundo habrá dejado de existir. El orden, las etapas de la vida, las expectativas y obligaciones sociales, no existen en el eterno presente; son invenciones, son narrativas. La vida por sí misma no tiene sentido, somos nosotros quién artificialmente la dotamos de significado para poder conciliar el sueño.

¿Aterrador, no crees? Sin embargo, cuando aceptas este secreto, todo se relativiza, el peso de tu pasado y de tu futuro se evapora, tú te evaporas quién-quiera-que-seas. Desapareces. Descubres que tu pasado no existe en un lugar concreto, y que no puedes volver porque nunca te has ido. Entiendes que pasado y futuro conviven dentro de ti en el eterno presente, y que tus miedos e inseguridades van de la mano de tus sueños y esperanzas. Asumes que no hay forma de dejarte “atrás” a ti mismo; que siempre caminarás a tu lado.

Una vez que asumes que todo cambio está instigado desde dentro, y que la realidad es parte de una continua y espiral narrativa controlada únicamente por ti; el miedo se transforma en libertad, el espacio se curva, las rejas se derriten, las posibilidades se multiplican. ¿Quién quieres ser?


Mi cerebro está abotargado, mi piel ardiendo, mis ojos irritados. Mis rodillas no cesan de chocar la una contra la otra y me falta el aire. Aún quedan diez minutos. Me quema este asiento acolchado, la gente hablando en mil idiomas a mí alrededor me enerva y los pitiditos me desquician. Casi puedo degustar la ansiedad en la boca de mi garganta. Mi cuerpo, que sigue atrapado en este lugar de tránsito, ansía reunirse con mi mente que ya se encuentra girando, una y otra vez, en el mismo lugar de siempre, deseosa de volver a casa.

El reloj digital deja caer por fin la hora exacta, y los viajeros nos acercamos aclamados por una voz metálica hacia la puerta de embarque A8. La adrenalina reanima mi cuerpo entumecido, mientras mi cabeza da vueltas y más vueltas, cada vez más deprisa, alrededor de la rotonda del eterno retorno.


– ¿Quién eres?

– Dímelo tú.


La magia de los libros de segunda mano

¿Sabes ese vacío que se te queda en medio del estómago cuando cierras un libro? ¿Cuándo lees la última frase de una novela, de un poema, de un relato y el olor a polvo acumulado, el olor a papel, el olor a tinta se queda flotando por unos segundos en el aire frente a tu rostro y respiras hondo y éste trepa por tus fosas nasales, inundando tus pulmones y tu corazón se encoge, y tu mirada se pierde en el infinito, mirando sin ver lo que tienes delante pues en tu retina todavía estas impresas, grabadas aún en tu mirada, las letras, las palabras, las oraciones, las páginas del libro que acabas de cerrar?

¿Y aunque no te acuerdes exactamente de todas y cada una de las frases, de todos y cada uno de los giros lingüísticos ni de los recursos literarios, de todas las metáforas y símbolos; aunque no te acuerdes de los eventos narrados en su totalidad, ni tan siquiera recuerdes los nombres de todos los personajes, aún danza en tu cabeza y vibra en todo tu ser la cadencia general de la obra de literatura que acabas de leer, su estilo, su ritmo…?  Y todos tus pensamientos cantan ahora al son de ese particular ritmo, derramándose en prosa, fluyendo casi líricamente, como si tus neuronas fuesen ahora las manos que sujetan la pluma que vierte la tinta de tus ideas sobre la hoja en blanco de tu frente dando forma así a la obra de arte en la que se han convertido ahora tus reflexiones.

No hay vuelta atrás. El veneno de la literatura está en tus venas, está en tu respiración. Leer es altamente contagioso, su efecto altamente letal. La lectura te hace sentir épico, enciende en ti un fuego que ilumina tu semblante y sacude tus extremidades. Leer es como un calambrazo que te impulsa a escribir. Un suspense se apodera de ti al cerrar un libro: la impresión de que ahora entiendes un poco más el mundo a tu alrededor; la sensación de que tu corazón late ahora un poco distinto, un poco más fuerte quizás, o un poco más hacia la izquierda, siguiendo el ritmo, el fluir de las frases, de las ideas, de las imágenes de las que te acaban de hacer partícipe las palabras muertas que alguien alguna vez escribió. Pero al posar tus ojos sobre ellas, sobre estas páginas, que no son sino la tumba de los fonemas que una vez tronaron imbuidos de vitalidad en otra frente, en otra cabeza; al recorrerlos con tus pupilas, es cuando invocas a estos espíritus. Es al articular sus sonidos, cuando las palabras vuelven de entre el polvo, regresan del olvido, manifestándose en imágenes que se forman como ríos, como numerosos arroyos, como fuentes, inundando tu mente.

(… y Reflexión tras leer Mrs Dalloway de Virginia Woolf)

Épico, importante. Como si fueras la única persona que al leer esta novela, hubieras comprendido realmente el secreto que el autor ha codificado en palabras y escondido bajo diferentes niveles de lectura. El secreto que salta, que se deja ver, aquí y allá, escondido en un comentario cualquiera, en un árbol del parque o en las palabras de un demente. Por un momento, sientes como si nadie excepto tú hubiera sido capaz de  descubrir su verdadera trama: que no hay trama.  Ahora eres la única persona que sabe que lo importante no es lo que pasa, sino lo que no pasa. La única en darse cuenta que las acciones no son sino decorativas, y que los pensamientos de los personajes, sus impresiones, el modo en que perciben el mundo a su alrededor, es lo que lleva el peso de la novela.

Esta historia sin historia versa sobre el paso del tiempo, sobre el Big Ben tronando sobre nuestras cabezas; sobre las manillas del reloj marcando los minutos y segundos que dejamos atrás, recordándonos nuestra naturaleza finita, proclamando nuestra mortalidad, chillando en nuestro oído “¡ese suspiro ya forma parte del pasado, esa palabra ya se ha extinguido en el aire, esa mirada ya está muerta, pertenece al pasado nunca la podrás recuperar. Pasado, presente, pasado, presente,”. Y mientras, en nuestras cabezas, donde el tiempo nunca fue lineal y nunca lo será, le llevamos constantemente la contraria al Reloj y su mecánica percepción del tiempo, ya que no hacemos otra cosa que volver al pasado continuamente. El pasado nunca vuelve porque sencillamente nunca se fue. En nuestras cabezas conviven, uno sobre otro, otro sobre uno, mezclados, revueltos, desordenados el pasado, el futuro, y esta cosa tan extraña a la que llamamos presente y que no es otra cosa que el resultado de la mezcla de las otras dos.

¿Cómo podemos seguir viviendo así, en medio del caos, sin volvernos locos? Al abrir los ojos al mundo y asomarnos a la ventana, vemos un océano tempestuoso de gigantes olas enfurecidas, de negras aguas resacosas bajo las que desconocidos seres marinos de tamaño incierto nadan, suben y bajan, esperando, quizás, a que te hundas o provocando, tal vez, tu naufragio. No obstante, sobre la inhóspita y cambiante superficie, cientos de flotadores naranjas y blancos se mecen al son de las turbulentas aguas. La incertidumbre, la soledad, el desorden, el miedo y el instinto de supervivencia, es lo que nos hace aferrarnos a alguno de esos fluorescentes salvavidas o a varios. El Big Ben es uno de ellos, ofreciéndonos una concepción inamovible, segura, definitiva, inalterable de lo que es el tiempo. Mirar por la ventana, pasear por el parque contemplando los árboles, las flores, los patos; en resumen, mirar y tocar el mundo a tu alrededor, es otro. Los flotadores son una metáfora muy manida y recurrente para hablar de cualquier intento de buscarle un sentido a la vida, sea cual sea, atar cabos, interpretar coincidencias, buscar desesperadamente la conexión definitiva con otro ser: humano o divino.

Es ésto de lo que va esta novela – o al menos así lo veo yo –  de un grupo de personas flotando en mitad del océano, aferrándose cada uno a su propio salvavidas; de un grupo de personas que cada amanecer buscan, y si no la encuentran, se inventan una nueva razón para llegar vivos al final del día, cuando el Big Ben de las doce. Va sobre un grupo de personas luchando a brazo partido contra el peso de sus propias conciencias y contra la presión que el conjunto del resto de conciencias (llamado sociedad) ejerce sobre ellos a fin de mantenerse a flote. Versa sobre distintas personas de entre las cuales solo una se da cuenta de lo artificial de su flotador, y al intentar vivir sin ruedines, sin calmantes ni vendas, se hunde sin remedio en las oscuras aguas de la vida. Antes de morir, no obstante, este hombre tildado de demente por no querer participar de la locura mayoritaria, nos hace llegar su mensaje, su secreto, que no es otro que el verdadero significado de la vida: que la vida no tiene significado.

 Tras la lectura de este libro, influida por el secreto de Septimus, he llegado a la conclusión de que el único sentido de la vida es el que uno mismo le quiera conferir, pues la vida tal y como la conoces solo existe dentro de ti: en tu garganta, en tu pecho, en tus manos, en tu piel. Puesto que la vida, tu vida, la única vida que existe y que en última instancia siempre existirá para ti – esa persona sentada con un libro cerrado y apoyado en su nariz – es la que tú vives, y que terminará cuando se agote tu tinta y se deje caer una contraportada de madera sobre la última de tus páginas. Las certezas no existen (son los padres). Las certezas son los mitos del siglo XXI, son castillos en el aire, son distracciones, estrategias, para que tu mente se encuentre distraída, drogada, y no piense en la única verdad absoluta que existe en el mundo: la certeza de tu propia muerte. Es difícil ser Septimus, sin embargo, pues rechazar toda distracción por artificial, volar por los aires los mitos, los cuentos, las leyendas, arrancarte la venda de los ojos y decirte a ti mismo: “Es muy posible que el mundo en sí mismo no tenga sentido” (p.98) es difícil ya que todo parece indicar que pensar de esta manera, que cuestionar las narrativas que nos vienen dadas, conduce inevitablemente al suicidio. Que el mundo en sí mismo no tenga sentido no es, no obstante, una revelación tan impactante, a fin de cuentas ¿Qué sentido puede tener éste sin sentido en el que vivimos? ¿Cuál es verdaderamente el secreto de Septimus pues? ¿Qué los árboles están vivos, el amor universal, que no existe el crimen, que no hay pecado original?

Tras leer un libro cualquiera, o éste en concreto, quieres compartir su secreto, tu secreto y extenderlo por el mundo, despertar a todos los demás de su letargo, hacerles comprender que el único “porqué” de las casualidades, de los acontecimientos, que la única respuesta válida, acertada, duradera no está fuera, esperado a ser descubierta, escrita sobre las piedras, sino dentro. El sentido, el significado no está en las páginas, sino en las pupilas que las recorren; no está en el objeto, sino en el sujeto. El ritmo de la novela, el olor de sus páginas, el peso del volumen en tu mano, te transmiten fuerza, te transmiten valor, te gritan: tú también puedes, tú también tienes algo que contar, tú también sabes, conoces, compartes el secreto de la vida. Tú también amas esto: el sol en tu cara, el viento entre tus manos, el olor de un libro antiguo, usado, leído y releído, acariciado por otras manos, vivido por otras vidas. Otras vidas que son tan reales como la tuya, otras vidas que vibran a tu alrededor, que colorean tu mundo, y que quizás se hayan ya extinguido, se hayan ya cerrado sus capítulos, pero siguen pendiendo aquí, en el aire, en el olor a humedad de estas páginas, en las anotaciones en los márgenes, en las frases subrayadas, y en las esquinas dobladas. Porque tú también sientes que estas personas son reales, tú también sientes que sus vidas te influyen, levemente, imperceptiblemente, solo con el conocimiento de su existencia.

Parte del secreto es asumir que solo puedes vivir una vida, que solo puedes ser tú mismo. Por lo tanto, desear siempre ser otra persona, querer ser el protagonista de otra novela, de otra historia, es una pérdida de tiempo y de vida, de tu vida. Tú siempre serás tú. Pero quién eres es algo que solo tú decides. Solo cuando te des cuenta de esta verdad, la única verdad absoluta, la única certeza de este mundo, dejarás de ser un personaje secundario de tu propia vida, dejarás de pensar tanto en el futuro (en cambiar, en convertirte en una versión evolucionada, mejorada de ti mismo) y dejarás de acordarte tanto del pasado (de quien fuiste, y ya nunca más serás) y aceptarás, querrás y respetarás quién eres (ahora). Serás capaz de disfrutar de quién eres, de lo que puedes hacer, sentir y experimentar. Y sentir, hacer y experimentar sin preocuparte por lo que los demás piensen de ti, porque al fin y al cabo, solo tú sentirás las repercusiones y los efectos de tus acciones. Es más, para ellos no eres más que una mera distracción pasajera. Sus miradas reprobatorias no tienen ningún efecto físico sobre tu cuerpo, que es el único cuerpo que jamás tendrás. No intentes convertirlo en algo que no es, que nunca será, ya que a fin de cuentas, por mucho que lo intentes no podrás influir, cambiar o intervenir de modo alguno en cómo la gente te va a ver ni en lo que va a opinar de ti, puesto que su opinión es algo que les pertenece a ellos. Tú les perteneces, de la misma manera que ellos te pertenecen. Tú no eres más que un mueble, un adorno, una vibración, un soplo de aire, una nota en el margen de un libro, una huella en la arena, una parte minúscula de la vida, de la novela, de otras personas, de la cual ellos son sus únicos dueños.

¿Para qué preocuparse tanto? ¿Para qué medir nuestros pasos con tanta cautela? ¿Para qué comprobar nuestra imagen frente al espejo? Un vez que salimos a la calle, ésta ya no nos pertenece, no tenemos autoridad sobre ella ni sobre la impresión que nuestras palabras provocan en tímpanos ajenos. Una vez que salimos al mundo exponemos nuestro ser, entregamos nuestra carcasa como material para ser personaje secundario (bufón, némesis, amante), distracción momentánea, decorado de la vida de otros; al mismo tiempo que tomamos las riendas de nuestra propia historia desde dentro. Y desde dentro todo el mundo nos pertenece ya que somos nosotros los que lo creamos, a nuestro alrededor, poniéndonos a nosotros mismos, irremediablemente, en el centro del terremoto.

Por tanto, Septimus tenía razón: “It might be possible that the world itself is without meaning”[1] (p.98), ya que el único significado del mundo, de la vida es aquel que tú le quieras conferir a cada momento. Del mismo modo que tu identidad depende de qué extraño sentimiento, de que extraño olor, pensamiento, sensación se apodere de tus nervios a cada instante. La vida, el mundo, los árboles, el sol, la gente solo existe dentro de ti.  Por tanto, tú y solo tú tienes derecho a juzgarte. Sé un juez parcial, sé un juez corrupto, y quiérete sin condiciones. Quiérete por ser, por existir, por respirar, por ser quién y cómo eres, y sobre todo quiérete porque el único camino hacia la felicidad es el esfuerzo. “First, […] trees are alive; next, there is no crime; next, love, universal love…”[2] (p.75). Si te amas a ti mismo, amas a todo y a todos porque todo vive dentro de ti y existe porque tú lo resucitas cada día, como a las palabras de los libros. El amor universal no es más que el resultado de aceptar que nada tiene sentido, que no hay pecado original, que no hay certezas. Es ser feliz porque decides serlo, a pesar del mundo, a pesar de las turbulentas aguas y de los kilómetros de abismos poblados de criaturas sin rostro que se ciernen bajo tus pies. Ser feliz porque sigues a flote, ya sea por tus propios medios o gracias a una ayudita.

 

 

[1]  “Es muy posible que el mundo en sí mismo no tenga sentido”

[2] “Primero, […] los árboles están vivos; siguiente, no existe el crimen; después, amor, amor universal…”

P VI. LLuvia

Lluvia

Cubriéndolo todo, en las alturas las nubes se aglutinan, se mezclan unas con otras, comparten sus átomos y reparten su carga. Cuando éstas se enfrían, el agua que flota condensada en la atmósfera, vuelve a su estado líquido y se precipita, atraída por la gravedad, hacia la Tierra.

Estas nubes grisáceas son fenómenos engañosos para el ojo humano. A pesar de su aspecto sólido, algodonoso y mullido, no son más que humo húmedo proveniente de las olas del mar, del hielo de los casquetes polares, de las cascadas de los ríos, de la superficie de los pantanos y de las piscinas de los adosados. Su tacto es apenas perceptible; es como una caricia acuosa y fresca, como el aliento del mar. Si tuvieras la intención de recostarte en el lomo de una nube para observar el mundo desde arriba, lo único que conseguirías sería traspasar los grises nubarrones y aparecer bajo ellos, de la misma manera que las gotas de agua caen y aterrizan aleatoriamente sobre la corteza del planeta.

Ésta es la corta historia de una de esas gotas de H2O, que fruto del ciclo del agua y de las fuerzas naturales, viajó desde los acantilados, elevándose hacia el cielo, disolviéndose en el aire, siendo invocada de nuevo en una lluviosa tarde de septiembre y reclamada de vuelta a la superficie terrestre.

Su cuerpo trasparente y alargado se desprende de las nubes y junto con miles de otras gotas, viaja a toda velocidad hacia su próximo destino. Filas y filas de casas adosadas la esperan con sus jardines cuadrados, simétricos, e increíblemente parecidos los unos a los otros. En su descenso, la gota se aproxima a una de tantas casas anaranjadas y el reflejo de una ventana blanca y rectangular se proyecta en su cuerpo convexo. A través de esta ventana empapada, tan solo se llega a divisar la pared blanca del fondo, y de cuando en cuando, un objeto esférico azul eléctrico sale despedido desde abajo, elevándose rápidamente, perdiéndose más allá del marco superior de la ventana, y volviendo a caer. Si las gotas de agua fueran seres vivos, pluricelulares y con un cerebro capaz de sorprenderse o de extrañarse, la pregunta: “¿Qué ha sido eso?” se formaría en su interior. Cómo no es así, la gota continua inalterable su caída libre hacia su final, (o su principio, según se mire).

El viento sopla desde el Este, barriendo las diminutas partículas de agua hacia la dirección contraria, de tal manera que nuestra protagonista va a dar contra el cristal de la ventana misteriosa, estallando en mil fragmentos, que se vuelven a mezclar al resbalar por la superficie acristalada. Ahora sí, a través de la gota de agua, atravesando el cristal, podemos echar un vistazo al interior de esta habitación. Un armario empotrado lleno de pegatinas, dibujos, posters, y demás adornos; decenas de coloridos lomos de libros reclaman atención desde una estantería a rebosar; calcetines, deportivas, botas y zapatillas pueblan el suelo y cubren la alfombra; un atestado escritorio da cobijo a un parpadeante portátil y una cama individual soporta el peso de una muchachita pensativa, su pelo largo y ondulado desparramado por la almohada en todas direcciones.

Las pupilas de sus ojos que se encuentran bajo un ceño fruncido siguen el rítmico golpeteo, el sube y baja, de la pelota de goma azul que impulsada por su propia mano, rebota en el techo volviendo a caer en su poder sin aparente esfuerzo, lo cual es una señal evidente de su dominio de esta actividad, dominio que solo puede venir dado por una constante práctica. Tras este gesto repetitivo, tras este bucle sin sentido, se esconden profundos pensamientos, y si se presta atención, se puede oír el crujir de la tormenta que debe de estar teniendo lugar en el interior de esta blanda cabeza humana. Sin embargo, no disponemos de tiempo suficiente como para realizar un análisis exhaustivo de la expresión de su rostro, ni de la dimensión de sus pupilas, debido a la alta velocidad de la gota sobre el cristal. En su descenso, ya tan solo se puede visualizar a través de ella el brazo delgado alzándose, lanzando la pelota y perdiéndose de nuevo de vista, preparándose para recuperarla.

***

“Uno, dos, tres, cuatro… lo tengo dominado. Lluvia, lluvia, lluvia. Pero qué bien se está aquí dentro, contemplando el temporal sin estar expuesta al viento. ¡Que jaleo hace el condenado! Se cuela por el marco de la ventana y su silbido agudo, terrorífico, acompaña al pum-pum-pum de la pelota en el techo, y de fondo la incansable melodía del agua derramándose sobre la vida.

La vida… ¿qué es la vida? ¿Es tan solo un concepto, o son cientos? ¿Es vivir cobijarse en tu madriguera y observar con indiferencia cómo cae la lluvia allí fuera mientras le das vueltas al significado de la misma? ¿O es vivir salir y mojarse? La vida es mojarse, ensuciarse, herirse y curarse, y finalmente morir. ¡Qué romántico! ¡Qué cierto! ¡Qué cínico por mi parte! Estando aquí tumbada, en pijama, esperando a que pasen las horas suficientes para poder irme a dormir –dormir, morir-, en vez de hacer algo productivo, algo de provecho… ¿y que es algo de provecho? ¿Que le aproveche a quién? Yo les saco partido a estas horas muertas; les saco partido haciendo nada, simplemente pensando, usando lo que la Madre Naturaleza nos ha dado y que ha resultado ser más bien un castigo que un premio. Si el cerebro del ser humano no fuese distinto al de otros animales, ahora mismo estaría mojándome (ergo viviendo), corriendo por los bosques, cazando, preocupada de buscar un sitio a cubierto para pasar la noche: ocupada, al fin y al cabo. Viva. Viviendo.

No tendría lenguaje con el que articular pensamientos tan complejos como absurdos y estúpidamente abstractos, pero tampoco tendría tiempo para pensar en nada que no  fuera en mi inmediata supervivencia. Viviría en “el aquí y en el ahora”. ¿Dónde estoy en este instante? Estoy en mi cuarto, estoy tumbada en mi cama. Correcto. Aquí. Ahora. Y sin embargo,… ¿dónde está mi mente? Está en el futuro, en las manillas del reloj, empujándolas con su telepatía inexistente. Las seis. Que sean las siete. Que sean las ocho. Quiero cenar. Quiero ver la tele un rato y luego irme. ¿Irme a dónde? Al mismo lugar en el que estoy ahora: a mi cerebro; pero a una parte distinta del mismo, a una parte escondida, oculta y difícil de encontrar y a la que solo se puede acceder a través de los sueños. Solo cuando se desconecta el raciocinio y la consciencia son nuestras neuronas capaces de bajar a las catacumbas de nuestro cerebro donde descansan nuestros más puros deseos e instintos, libres de toda atadura, libres de toda autorrepresión.

¿Es ésto vivir? ¿Anhelar el sueño? ¿Es anhelar el sueño lo mismo que anhelar la muerte? ¿Qué es la muerte?”

– ¡PUM, PUM, PUM!

 Un momento, eso no ha sido mi pelota… Alguien está en la puerta. Doy un respingo, me incorporo, escondo la pelota, pregunto:

– ¿Sí?

– Soy yo, Rocío. Camila y Fede están aquí y preguntan por ti. Como está lloviendo les he hecho pasar y te están esperando abajo.

Genial. Justo ahora. Pereza mortal. ¿En serio? ¡Nos acabamos de ver! ¿Qué quieren ahora?

– Vale… ¡me cambio y ahora bajo!

– Como es el primer día de clase y supongo que no tenéis deberes aún, puedes salir un rato si quieres o también podéis quedaros aquí charlando un rato. A mí no me importa.

– Vale, gracias mamá.

Pobre mamá; se piensa que me está haciendo un favor, con lo poquito que me apetece en estos momentos la interacción social. ¿Qué tripa se les habrá roto a estos ahora?

 

Cuaderno de Viaje 3

3. Poesía escatológica

Cuando preparas el itinerario de un largo viaje, hay dos cosas que tienes que tener muy presentes: lo que entra y lo que sale de tu cuerpo. Comida y agua son vitales para no morir de inanición y/o de aburrimiento durante un tedioso trayecto, pero quizás más importante aún es tener cerca algún lugar en el que poder aliviar tu vejiga cuando recibas la inoportuna llamada de Mamá Naturaleza. Soy consciente de que la necesidad de tener un urinario a una distancia no mayor de tres metros a la redonda no es una preocupación de igual importancia para todos los seres humanos. Sé de la existencia de   algunos superhombres y supermujeres capaces de aguantar horas y horas del tirón sin vaciar la vejiga. Desde aquí quiero felicitarles a todos ellos y transmitirles mi más profunda admiración y sincero odio.

No hay nada que me aterrorice más que la perspectiva de encontrarme a bordo de un autobús, coche o avión y que me entren unas incontenibles ganas de visitar al honorable señor WC. Mi miedo está plenamente justificado, ya que incluso salir a dar un paseo se puede convertir en la más terrible de las torturas si de repente me encuentro en mitad de una basta y hostil tierra sin ningún aliviadero a mi alcance. Lo que empieza como una pequeña sensación incómoda en el bajo vientre, acaba transformándose en el peor de los dolores del mundo, tanto por su intensidad y su urgencia, como por su vergonzosa naturaleza. No se vosotros, pero en estos casos no hay absolutamente nada en lo que pueda pensar excepto en el pantano a punto de desbordarse que albergo en mi interior. Adiós a la felicidad, a la luz del sol, a la música que estés escuchando, adiós al raciocinio, las buenas maneras, la coordinación de tus movimientos, en resumen: adiós a toda actividad cerebral. En esos momentos de sufrimiento sin parangón, lo único que aparece en mi mente, como una retahíla, como una oración pagana, con exclamaciones y en mayúsculas, es ese precioso verbo reflexivo que todos estáis pensando y que tanto me está costando no escribir en este Cuaderno de Viaje tan fino.

Esta entrada no va a versar sobre las buenaventuras de algún pintoresco viajero que me haya encontrado en alguna de mis andanzas, si no que esta vez, y sin que sirva de precedente, voy a tomar las riendas de este relato haciendo de mi persona y de mi deficiencia el centro de este fermoso relato (ya os avisé de que este Cuaderno era muy fino, aun y cuando el tema central es algún tipo de secreción corporal). Sin embargo, uno siempre ha de mirar el lado positivo de sus desgracias, ya que dentro de ellas, de la misma manera que en la propia palabra, siempre espera oculta alguna “gracia”. Entiéndase “gracia” como algún don o regalo positivo que una mala experiencia te brinda, alguna enseñanza constructiva, o bien como algún motivo de chanza o auto-chanza, que será lo más común.

 En mi caso, mi vejiga rebelde me ha abierto los ojos al maravilloso mundo de los baños públicos. No hay un solo lugar en el que haya estado en el cual no haya dejado una muestra de ADN, y que por lógica perruna y aplastante, no haya marcado como parte de mi territorio. Ancho es mi dominio. Dueña y señora de los suelos encharcados, las papeleras atestadas, las tapas con gotitas ámbar, el papel higiénico de lija y las tissues transparentes, las tazas bailarinas, las cadenas en desuso, los grifos estafadores de los que únicamente sale agua hirviendo y lo más importante de todo el completamente estúpido, absurdo, inútil, objeto deleznable dónde los haya: secador de manos. En mi reino nunca se pone el sol porque no hay ventanas. Museos, galerías, bibliotecas, grandes superficies, supermercados, cines, baños públicos aleatorios, baños públicos de fiesta de pueblo, de playa, gasolineras, trenes, aviones y un prolongado etcétera. Entre todos ellos, sobrevivir a un retrete volador es un gran desafío. En cuanto estás dentro y has echado el pestillo, sin duda sobrevolarás una zona de turbulencias. Es un difícil trabajo para todas aquellas personas desentrenadas en el noble arte de sobrevivir a los baños públicos, pero no para una experimentada usuaria como yo.

No obstante, siempre hay un resquicio para la poesía, incluso o precisamente allí donde nuestra naturaleza animal es tan evidente como en una letrina comunitaria. ¿No dicen que a los grandes genios todas sus genialidades se les ocurrieron cuando estaban en el baño? No sé quién, pero alguien lo dice. Volviendo al tema que nos ocupa: la poesía de los baños públicos está escrita con la tinta de los rotuladores permanentes sobre el lienzo de las puertas. Durante mi vida, me he empapado con la sabiduría popular del pueblo llano y soberano, ya que entre tanto chiste de mal gusto, tanto “Fulanita y Sultanita han estado aquí. Las mejores. Amigas para siempre (means you’ll always be my friend). 34/13/1034 A.C”, tanto “Go Vegan” vs. “CHULETAS DE CERDO”; aderezados con diálogos tan sumamente interesantes como: “A. – Perenganita es lesbiana; B. – Eso quisieras tú, que está casada y tiene novecientos treinta y cuatro mil churumbeles, C. – ¡La bisexualidad es la respuesta!”, y algún que otro pareado que nunca pierde lustro como “Tortura no es cultura”, se esconden auténticas perlas del conocimiento, tesoros del saber, que te hacen salir del baño con un peso menos y una nueva visión de la vida. A lo largo de mi caminar, he ido recogiendo algunos de estas frases de baño público que alguien alguna vez escribió pensado en todos los demás “alguien” que las leerían y sonreirían cómplices. Porque todos somos humanos, incluso aquellos cuya anatomía privilegiada les permite el no pisar nunca un baño público.

“Si no nosotras/os, ¿Quién? Si no ahora, ¿Cuándo?”

“No tengo fuerzas para rendirme”

“Si no te mueves nunca notas las cadenas”

“Vomito malas intenciones con los ojos oxidados de no verte”

“Es tan cierto que todo el mundo muere como que solo algunos viven”

 

Antonio Machado, Soledades
Antonio Machado, Soledades

Pasadizo V

La paloma ciega

Encaramada a lo más alto de la valla, la paloma menea inquieta su cabecita hacia adelante y hacia atrás, y busca ávidamente el origen de ese murmullo sordo, de esa furia contenida, condensada y reprimida. El pájaro percibe el peligro, percibe el miedo, la rabia, la furia y un deseo inmenso de entrar en acción. Hubiera dicho que se trata de algún felino agazapado tras un matorral apunto de abalanzarse sobre su víctima, y sus ojillos rojos barren el terreno en busca de ondeantes colas o brillantes pupilas. Pero aquí no hay ningún gato. Aquí solo hay crías humanas: torpes, lentas, incapaces de saltar decentemente, no hablemos ya de volar. Y sin embargo la paloma siente el peligro, físicamente, percibe un instinto asesino a su alrededor, pero es incapaz de determinar su epicentro.

Las palomas no son, al fin y al cabo, los seres más avispados que habitan este planeta. Este espécimen en concreto es incapaz de ver lo que tiene justo debajo de su pico. Sentada sobre un tocón, hay una niña humana. Nada en su atuendo, su aspecto, su postura la hace extraordinaria. Nada en su personita delata la vorágine de pensamientos destructivos que bullen y se acumulan en su pequeña cabeza, que golpean contra las paredes de su cráneo y vuelven con más intensidad si cabe que antes al centro de su frente. Nada, quizás, a parte de la mirada fija y afilada que ofrecen sus ojos verdes y la línea apretada que dibujan sus labios, pálidos de rabia contenida. Contemplada de cerca, es posible percibir también el débil repiqueteo producido por su pie izquierdo al golpear nerviosamente el tronco donde se ha sentado.

Está sola, apartada del resto de niños que corren, saltan, se pelean y se reconcilian. Sola, con la mirada fija en un grupo de chiquillas que juegan en frente de ella en el arenero de la pista de voleibol. Sola, mascando su rabia, su impotencia y sus ganas locas de introducir un puñado de arena en la boca, garganta abajo, de una de ellas… y, ¿Por qué no? Del resto también.

No entiende porque han de ser tan mandonas, tan tiranas, tan gratuitamente crueles con ella. No entiende por qué siempre le toca la peor parte de todos los juegos, porque quieren hacer de ella su bufón personal, porque la ningunean y se ríen de ella en su cara como si fuera idiota, como si no hablara la misma lengua que ellas. Pero no, no es idiota. “No soy idiota”. Bien lo sabe y no va a doblegarse tan fácilmente. ¿Por qué iba a hacerlo? “¿Cuál es la razón por la que tengo que hacer todo lo que ellas quieran? ¿Que se creen que son?” ¿Qué tienen que las haga mejores? ¿Acaso es su ropa es más nueva? ¿Se trata quizás de que son más altas, más delgadas, más extrovertidas? “Lo que son es más gilipollas.”

“Gilipollas”. Se le llena la boca al pensarlo. ¡Qué maravillosa palabra! Gilipollas. Rotunda, poderosa, perfecta. Retumba en sus oídos y tiene que hacer un gran esfuerzo por contenerla dentro de su boca. Aprieta los dientes, aprieta los puños, y aun así, un ruido ahogado, mitad gruñido, mitad gemido logra escaparse a su control. Fuera de sí, nota como los ojos se le humedecen y unas lágrimas calientes, amargas y humillantes se derraman a ambos lados de su cara redondeada. No se molesta en quitárselas. Sabe que la están vigilando, sabe que están disfrutando de su ostracismo voluntario y de su poder sobre ella. “Que miren”. Que disfruten. Ya llegará su momento.

Son sus amigas, o eso se supone, y sin embargo, hasta la torpe paloma se ha dado cuenta de la intensidad de su enfado, de su furia animal. Lo que nunca se le podría haber ocurrido a esta pazguata paloma es el hecho de que haya una fiera salvaje encerrada dentro de una de esas criaturas blanditas que se entretienen en perseguir a las de su especie sin mucho éxito.

Pasadizo IV

15 de Septiembre

¡Menudo comienzo! Nada más entrar me ha recibido un gigante falo de tiza en la pizarra, con la consiguiente media hora de risas y cachondeitos varios. Al menos me ha servido para quedarme con las caras de los más gamberros, de los que probablemente intentarán sabotear si no todas, la gran mayoría de las clases. Ese tal Rodríguez parece ser el cabecilla, así que tendré que intentar atarle bien corto. Lo malo de ser profesor de filosofía es que esto puede ser tanto una condena como una bendición. El hecho de dar una asignatura que (injustamente) se considera “maría”, hace que los alumnos no te vean como un verdadero profesor, y esto puedo conducir a dos posibles caminos: que te tomen por un colega, les interese la asignatura y se comporten decentemente, o que te tomen a pitorreo. Espero que en este caso sea la primera opción, no me gustaría tener que ponerme serio con ellos. De hecho, he creído ver en la clase un par de miradas atentas, lo cual siempre es un rayito de esperanza.

Cómo acostumbro, les he mandado una redacción en la que tienen que describirse a sí mismos cuando eran niños, lo cual me es increíblemente útil para conocerlos y para empezar a ver a quién podría dársele bien la asignatura, o incluso tener madera de filósofo. ¿Quién sabe?

Día 1

Redacción 1: Volver al pasado. Intenta visualizarte cuando eras un ñiño/a y descríbete. Intenta recordar cómo te sentías, que pensabas, cuales eran tus mayores miedos y deseos. 300 palabras mínimo, 500 palabras máximo.

Rocío Valverde:

“Recuerdo querer ser invisible. Recuerdo querer pasar desapercibida en todo momento, sobre todo en aquellas ocasiones que implicaban estar rodeada de gente. Si miro hacia atrás, solo veo a una niña muy seria, con gafas y probablemente un poco bizca que contempla la vida a su alrededor con ojos de búho. Nunca me gustó llamar la atención ni ser el foco de todas las miradas. Siempre he supuesto que se debía a mi timidez, a un cierto grado de insociabilidad, y probablemente a una autoestima poco estable. Sin embargo, ahora también barajo otras hipótesis. La primera y más obvia es que cuando eres el foco de atención, pierdes la libertad sobre tus movimientos y tus actos, ya que incluso de manera inconsciente y para evitar miradas reprobatorias, tu comportamiento tenderá a ser el que crees que esos ojos que te siguen a todas partes consideran apropiado. Y lo que es aún peor, el ser espiado te impide espiar sin ser descubierto. Lo cierto es que siempre me ha gustado observar sin ser vista (o notada): observar el ambiente a mí alrededor, captar los sentimientos y las sensaciones que flotan en el aire a mí alrededor y jugar a descifrar a las personas. En otras palabras: intentar comprender la vida estallando, transcurriendo, generándose a mí alrededor.

La segunda hipótesis es que tengo miedo. Miedo de actuar, miedo de las consecuencias de mis actos, miedo a hacer el ridículo, miedo a dejarme en evidencia, miedo a mostrarme como soy por miedo a no ser aceptada. Por certeza de no ser aceptada. He vivido aterrada en sociedad durante toda mi infancia, generando realidades alternativas en las que hacía uso de mi poder. Realidades paralelas en las que no tenía miedo a nada. Mundos en los que me atrevía a no pensar demasiado y actuar por instinto. Lugares, situaciones en las que incluso podía llegar a ser un poco perversa.

Si… esa era yo. El lobo agazapado tras la piel del cordero, o el cordero que sueña con ser lobo algún día. Lo peor de todo es que siempre fui plenamente consciente de cuál de los mundos era el dolorosamente real. ¿O lo eran los dos? Había una versión callada y seria de mí. Una versión de mirada fija, rictus impasible y labios sellados, en la cabeza de la cual hervían pensamientos jamás pronunciados. También había otra versión. Una que ponía por escrito lo que no se atrevía a articular fónicamente; que en los libros, las novelas, las historias, encontraba la puerta a otros mundos y que conectaba más con los personajes de estas que con las personas de carne y hueso que formaban parte de su vida cotidiana. Una Yo diferente que escapaba a la nada, al descampado más cercano, al bosque, a la naturaleza, a la ausencia de raciocinio a su alrededor para poder ser ella misma.

Para ser sinceros, no he cambiado tanto desde entonces. Aún conservo esa sensación de libertad absoluta, de felicidad absurda, simple e infantil de estar rodeada de plantas, animales en la sombra, insectos escondidos… misterio e intriga. Libertad plena y absoluta. Momentánea, sin embargo.”

Comentario del profesor:

Muy interesante. Rocío hace una gran reflexión sobre su personalidad actual basándose en cómo se sentía cuando era pequeña. Tiene buen estilo narrativo también. Se nota que con práctica podría mejorar muchísimo. Posible futura promesa de la clase. Desafortunadamente, no me he quedado con su cara, tendré que estar más atento el próximo día.

Cuaderno de Viaje 2

Sobreviviendo en los aeropuertos

La tensión se palpa en el ambiente. Miradas perdidas, conversaciones nerviosas, corazones zozobrantes y una sola pregunta retumbando en las seseras de todos los allí presentes. La gran cuestión, el «to be or not to be» del aeropuerto, el gran dilema que puede arruinarte el viaje y dejar al descubierto tus trapos sucios. Literalmente. ¿Estará mi maleta por debajo del peso máximo permitido? He ahí la cuestión. Hasta Hamlet se suicidaría sin tantos titubeos antes que arriesgarse a tener que abrir su maleta plagada de calaveras humanas, desvelando así sus tendencias psicópatas delante de una veintena de extraños.

Cuando el bulto en cuestión es situado en la cinta y los diabólicos números rojos marcan una cifra aceptable, la cara del dueño o dueña de dicho bártulo experimenta una mutación repentina, y una expresión de relajación máxima, de éxtasis divino se adueña de ella. Sin embargo, esta satisfacción es de naturaleza breve, ya que se ve rápidamente interrumpida al pensar de nuevo en todos los impedimentos y obstáculos que le esperan en el camino antes y después de aterrizar en su destino. Felicidades, tu maleta pesa solo 19 kilos, primer objetivo conseguido, pero tranquilo que aún nos quedan aproximadamente dos horas de aventuras y diversión por delante.

Encontrar tu camino en un aeropuerto y llegar sano y salvo a tu avión es lo más parecido a un videojuego que podemos encontrar en la vida real. Eso sí, uno increíblemente absurdo, enervante y carente de todo interés. Habiendo conseguido pasar la primera pantalla, y con el simbolito de «maleta facturada» planeando sobre su cabeza, el pasajero medio se dispone a pasar el control de seguridad. Aquí el objetivo consiste en lograr pasar el arco mágico (también conocido como detector de metales) sin que éste pite acusatoriamente y te obliguen a quitarte los zapatos. Para ello, el jugador debe asegurarse de dejar su reloj, pulseras, cinturón, y todo tipo de objetos metálicos que pueda llevar encima, junto con su abrigo y bolso de mano (si es que tiene), en uno de los barreños de colores debidamente proporcionados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, mientras que en otro coloca su portátil. Más, ¡ah, infeliz! No cometas el terrible sacrilegio de simplemente depositar tu funda o maletín sobre el recipiente de plástico, ¡No, pardiez! El ordenador portátil ha de ser previamente extraído de su cubierta y depositado en soledad en uno de esos cajones horteras. Es solo entonces cuando, funda y portátil, cada uno a bordo de su propia embarcación,  tiene permiso para navegar las turbulentas aguas, surcar los rodillos azabaches, sumergirse en la cueva de los rayos X, y surgir al otro lado, al comienzo de un nuevo día. Mientras tanto, tú, el dueño, has de correr literalmente hacia el arco del triunfo (o de la derrota) para intentar traspasarlo al mismo tiempo que tus preciadas posesiones, no vaya a ser que éstas hayan volado antes de que llegues. Delante de los policías. Si absurdo es que te hagan sacar el portátil de su envoltorio para pasarlo por una máquina de rayos X (la cual teóricamente es capaz de ver a través de los tejidos), aún más absurda es esa obsesión de que tus cosas puedan ser rapiñadas justo delante de los ojos de decenas de guardias y policías. O quizás ésta sea la prueba de la enorme confianza que depositamos en las fuerzas del orden. Todo tiene una segunda lectura.

Desafortunadamente, el dueño de todos esos objetos a la deriva ha cometido la insensatez de ponerse unos botines para montar en avión. El resultado ha sido que ha debido retroceder, desabrocharse los cordones, quitarse los zapatos, montarlos a la grupa de otro de esos cubos multicolores y pasar descalzo bajo la atenta mirada de todos los allí presentes, como penitencia por su escasa inteligencia.

Felicidades de nuevo, has logrado llegar más o menos vivo al otro lado del control de seguridad. Sin embargo, volver a colocar todas tus cosas dentro de sus respectivas fundas para después colgártelas de todas las extremidades con las que cuentas, no es tampoco una tarea para ser despreciada. Y menos lo es aún el correr en esa guisa en busca de uno de los paneles donde se anuncian los vuelos, reconocer el tuyo entre ellos y salir disparado hacia la puerta de embarque indicada. Menos mal que hay cintas transportadoras que alivian un poco tu caminar pesaroso, dejándote reposar tus pertenencias durante unos instantes antes de reiniciar de nuevo tu carrera.

Justo antes de llegar a tu puerta de embarque, no obstante, te espera aun otra piedra en tu camino. Si, lo has adivinado: más policías. Esta vez se trata del control de fronteras, que se pasa fácilmente siempre y cuando seas un hermoso y flamante ciudadano ario con una flamante identificación que te respalde. Si por desgracia eres un poco moreno, muy moreno, o moreno de todo; O has decidido dejarte un poco de barba, bastante barba o mucha barba porque estaba de moda; o bien llevas algún piercing, bastantes piercings o cantidad de piercings, no te librarás de una mirada de sospecha. No hablemos ya de los tatuajes. Pero en realidad, como casi todo en esta vida, tu éxito depende únicamente de los papeles que lleves contigo: o los tienes (todos en regla), o no te será permitido el paso al siguiente nivel. Lo siento, bienvenido al cuadriculado, mecanizado y paranoico siglo XXI.

Y ante ti por fin, se encuentra tu puerta de embarque, cual entrada al paraíso. Querido viajero, no te sentirás cómodo hasta que no hayas sido llamado a embarcar, hayas colocado tus cosas en “los compartimentos situados sobre tu cabeza”, y hayas encontrado tu asiento. Y de nuevo, esta comodidad solo durará unos minutos, los necesarios para que el avión se vaya poblando de pasajeros, y para que estos pasajeros comiencen a depositar sus cansados y estresados cuerpos en los asientos aledaños al tuyo. Mucho se ha escrito ya sobre los niños pega-patadas, los bebés iracundos, los narcolépsicos cuyas cabezas siempre tienden a caer sobre tus hombros; el equipo de fútbol, de baloncesto o de natación sincronizada compuesto por adolescentes hormonados que te amenizan con su interesante y para nada predecible cháchara; los que roncan; los que no hablan: gritan; y sobre todo, aquellos hijos de Belcebú que cometen la osadía de reclinar sus asientos. Mal rayo les parta. Y sin embargo, siempre hay algo nuevo que decir, algún espécimen nuevo que descubrir, o algún dato curioso que anotar en nuestro cuaderno de viaje.

Ésta es la historia de cómo dos pasajeros aéreos lograron entretenerse mutuamente mientras surcaban los cielos en un cilindro de metal con alas.

3. Mr Ordenadores y su interminable charla

Cuando el pasajero medio llega a su fila de asientos, se da cuenta de que le ha tocado el peor de todos; el central: sin las ventajas de la ventanilla, y sin el fácil acceso al baño que estar cerca del pasillo ofrece. También se da cuenta de que su paso al 21 B está bloqueado por un inmenso señor. El pasajero le pide amablemente paso, y le indica que su asiento es el contiguo al suyo. El Gigante se levanta en seguida afablemente y deja que el esmirriado trasero de nuestro protagonista tome tierra. El uno al lado del otro, parecen la noche y el día, y sin embargo de alguna manera curiosa, por un comentario cualquiera acerca de la comodidad de las butacas, ambos comienzan a charlar.

Lo quiera o no lo quiera, el desafortunado pasajero va a verse introducido de lleno en la vida de este hombre, que resulta ser estadounidense. Sorpresa. Tras unos minutos de conversación, a la mente del enclenque europeo no paran de llegar, de ninguna parte en concreto, estereotipos y prejuicios sobre los norteamericanos que este señor redondeado parece cumplir, y otros que parece desintegrar y reducir a cenizas. Es informático, más específicamente trabaja para una de las empresas informáticas más famosas del mundo, y vive en una de esas enormes, brillantes y afiladas ciudades del Nuevo Mundo. La considerable suma de dinero que gana por sentarse horas, e incluso días, delante de, no uno, si no decenas de ordenadores, le han permitido comprar un apartamento en esta conocida metrópoli. Para hacer un poco más de dinero, alquila la segunda habitación de éste a un chef italiano que trabaja a horas intempestivas, y que cuando llega a casa, no está de humor para cocinar y apuñala y calienta un táper de comida precocinada para cenar. La rutina del casero no se diferencia mucho de la del inquilino, ya que éste también es asiduo a este tipo de comidas rápidas y nutritivas. El europeo, que tan solo en un par de ocasiones se ha achicharrado el paladar con uno de esos platos plastificados, que sudan aceites sintéticos y saben a colorante y a extractos de alimentos, se explica ahora la complexión atlética y saludable de este hombretón grasiento.

Éste no es, sin embargo, el único hábito que comparten estos dos compañeros de piso. Mr Ordenadores informa al mustio pasajero (como si a éste le importase) que para dormir ambos necesitan dejar encendida la televisión a alta voz, y la ventana abierta de par en par. El hombrecillo emite un sonido interno de escepticismo e incomprensión. No es capaz de concebir como alguien puede conciliar el sueño con gente desconocida gritándole desde el televisor. Él que necesita correr las cortinas, o bajar las persianas (allá donde las haya) hasta que ni un solo rayo de luna, ni un solo parpadeo de farola tuerta pueda vislumbrarse, y de tal manera que el sol de la mañana no pueda penetrar a través de sus párpados cerrados despertándole.  Él que necesita la más absoluta oscuridad y el más puro silencio, de tal forma que hasta las manecillas del reloj contando los segundos que pasan le resultan insoportables. Sin embargo, amigo, el miedo es libre, y el miedo a la noche, a la oscuridad, al silencio, a la nada, y en definitiva, a la muerte, es uno de los terrores más extendidos entre la población humana. Europeo asiente, haciendo como que escucha, y brinda a su interlocutor una sonrisa paternalista, condescendiente.

Su mente agotada, sus propias preocupaciones, el hambre repentina que le está entrando, le impide empatizar debidamente con este interesante personaje. Este hombre corpulento no nació en Estados Unidos, sino en Japón, dónde sus padres trabajaron durante gran parte de su infancia. Desafortunadamente, no recuerda ni una sola palabra de japonés, pero si recuerda los viajes con su familia por media Asia: India, China, Korea, Australia, Nueva Zelanda, Filipinas. Más tarde su familia se asentó en Francia por un par de años, durante los cuales fue a un colegio enteramente en inglés, se relacionó con niños ingleses o americanos, y por lo tanto no tuvo la necesidad de articular ni un solo fonema en francés. Finalmente, sus padres volvieron a Estados Unidos, dónde nuestro amigo realizó sus estudios universitarios y finalmente encontró un trabajo bastante prestigioso, en el que le pagan una gran suma de dinero sin necesidad de levantarse de su silla. Sueño americano realizado.

Sin embargo, sus padres, culos de mal asiento, emigraron una vez más tras jubilarse para establecer su residencia definitiva en Benidorm, España. ¡Qué gusto más exquisito! De entre todos los parajes de la tierra, de entre todos los países que visitaron, decidieron quedarse con Benidorm: el Manhattan de Alicante; la tierra prometida de los guiris borrachos; allí donde la paella y la sangría se cobra diferente dependiendo del idioma que hables, y donde Sticky Vicky despliega sus encantos en la “zona guiri”. Nuestro escéptico, cansado, y hambriento amigo no puede evitar un levantamiento de cejas automático, e intenta suprimir una risilla sarcástica. Pero, ¿quién es él para juzgar el gusto de los padres de esta persona que ni siquiera conoce? Nuestro amigo americano se relame pensando en la comida mediterránea, el sol, la brisa del mar, y la “cerveza” (¿por qué es siempre la misma palabra? ¿Por qué?), no parece darse cuenta de que estamos en Diciembre, y ¡oh, sorpresa!: en invierno, en España hace frío, llueve, truena e incluso nieva, dependiendo de en qué zona te encuentres. España, aunque todavía haya quién lo dude, está en Europa, ergo no es un país tropical.

A nuestro amigo europeo en realidad le da bastante igual el clima español y la familia del Gran Señor Americano, y nota como el sueño está comenzando a hacer mella en él, y con la voz de Mr Ordenadores de fondo nota como se le van cerrando los ojos, pero intenta resistirse, pues por nada del mundo querría ser maleducado con este señor, y además sabe que aún le quedan muchos trabajos por superar: sobrevivir al aterrizaje, encontrar la cinta trasportadora de maletas correcta, identificar la suya, encontrar un hueco libre desde donde poder ponerle la zarpa encima y hacerse con ella con éxito, más controles después, y por último seguir multitud de flechas que te guían  hasta la salida, hacia el mundo real, con el estómago encogido, preguntándose si habrá alguien tras esas puertas que le esté esperando. Mr Ordenadorres, que lleva ya un rato hablando solo, se percata finalmente de la boca medio abierta y del ligero ronquido de su compañero, y decide que es un buen momento para ir al baño.

 Los baños de los aviones… en otro capítulo de este Cuaderno de Viaje hablaremos de los baños de los aviones, pero este capítulo en concreto está a punto de acabar. Su final llega cuando Mr Ordenadores vuelve del baño, se acomoda en su asiento, y cae en un rotundo, instantáneo e insonoro sueño. Por fin se han callado, angelicos, vaya viajecito me han dado.

In Memoriam

In Memoriam

Tributo a la Mariposa Misteriosa

Que sensación tan molesta es la culpa. Que peso arroja en tu estómago. Tan pesado es este sentimiento, que mis rodillas se han doblado al descubrirte.  Cuanto lo siento, compañera. Ni si quiera sé si de verdad he sido yo la que te ha empujado a la muerte, o ha sido obra de la madre naturaleza, pero la simple duda siembra en mí una persistente sensación de desasosiego que no me ha abandonado en toda la mañana. Fue ayer mismo cuando te vi por última vez emerger por detrás de mi cama sin previo aviso, como la primera vez, como todas las demás veces. Siendo sinceras, tus apariciones inexplicables se estaban convirtiendo ya en una costumbre cuyo origen y motivo te has llevado a la tumba. Sea como fuere, no querría olvidar nuestra convivencia, ni este raro capítulo del que me has hecho partícipe. Es por esto que he querido escribirte unas palabras de despedida, antes de arrojarte por mi ventana una vez más. Hasta siempre, misteriosa mariposa.

Requiescat in pace

***

Unas semanas atrás…

Acababa de llegar yo de pasar unos días fuera; había dejado todas las maletas desordenadas por el suelo, y había procedido a guardar cada cosa en su sitio – más o menos – cuando de repente una mariposa se manifestó de la nada ante mis asombrados ojos. Nadie había entrado en la habitación en dos semanas, la ventana no había sido abierta durante todo ese tiempo. ¿De dónde diantres había salido esta mariposa? Tal era mi estupor que te espeté en un tono bastante alto: “¿¡Pero tú como has entrado?!” Asombrada me giré en todas direcciones, siguiendo tu estela, mientras planeabas impasible por la habitación. ¿Puede ser que acabara de salir del capullo o algo por el estilo? ¿Había acaso gusanos en mi habitación? A lo mejor era una polilla. Pero no, no lo era; era una mariposa. De grandes alas marrones, negras y ámbar; de cuerpo fino y estilizado y de largas antenas cimbreantes. Una mariposa. Y de todas maneras, aunque hubiera sido una polilla, su presencia seguiría siendo un misterio, ¿o acaso son conocidas las polillas por  su capacidad de atravesar puertas y ventanas?

Tras pasar un rato alucinando, decidí que no podía irme a dormir con una mariposa revoloteando a mí alrededor, así que me dispuse a darle caza. Cómo no quería hacerle daño, la acorralé con paciencia en una esquina y después la atrapé con ambas manos con mucho cuidado de no aplastarle las alas, y corriendo la lancé por la ventana. Hay que tener mucho cuidado con tocar demasiado las alas de las mariposas porque si pierden el brillante polvito que las recubre, éstas no podrán volver a volar y morirán. Estos conocimientos, que creía ya olvidados, se los debo a la Yo niña, que era un poco salvaje y se entretenía persiguiendo a todo tipo de insecto o animalillo que se cruzara en su camino. Cómo estaba muy oscuro, no vi que dirección tomaba, pero estaba segura de que no había sufrido daño alguno ya que mis manos estaban limpias. Tras cerrar la ventana, di por sentado que éste sería el final de nuestra historia, y me fui a dormir cansada, satisfecha y todavía un poco desconcertada.

Un par de días después, y también unas horas antes de irme a dormir, un ruidito incómodo me desconcertó, y buscando su procedencia levanté la mirada. Algún bicho se había colado dentro de la lámpara y luchaba por salir, golpeándose contra sus paredes traslúcidas. Un momento. No era un bicho cualquiera, era EL bicho. Me quedé mirándote en tu frenética lucha por escapar, sin ánimo ya de preguntarme cómo habías vuelto a entrar y sobre todo, ¿cómo te las habías apañado para acabar ahí? Fuese como fuese, tendrías que salir tú sola. Ni queriendo hubiera podido ayudarte dado que no alcanzo estos techos tan altos. Me resigné a irme a dormir con  un ruidito molesto de fondo y con una mariposa de inquilina en la lámpara.

Al amanecer, sin embargo, ya no había ni rastro de ti ahí arriba. De alguna manera incomprensible, como siempre, habías conseguido salir. Dejé la ventana abierta, con la esperanza de que estuvieras donde estuvieras, salieras a tu medio natural. Cuando ya me había olvidado casi por completo de tu existencia, volviste a hacer acto de presencia. Otra vez por detrás de la cama, otra vez sobrevolando en círculos la habitación. Ya ni me extrañé, sino que te saludé con toda la confianza que se tienen dos compañeras de piso, que es en lo que nos habíamos convertido. Sin embargo, volví a abrir la ventana y te indiqué la salida. Al ver que no me hacías ningún caso como de costumbre, procedí a evacuarte de nuevo, con mucho mimo y cuidado.

Por todo esto, entenderás mi sorpresa cuando anoche volviste a hacer tu truco de prestidigitadora, apareciéndote por última vez. Esa vez, sin embargo, noté que algo había cambiado, ya que volabas mucho más bajo que antes, y te acercabas mucho más a mí de lo que acostumbrabas. Comprendí de inmediato que debías estar en las últimas, y no queriendo que pasases tus últimas horas encerrada entre cuatro pareces, volví a repetir lo que venía haciendo desde hacía varias semanas. Esta vez, no obstante, me lo pusiste mucho más fácil, ya que te posaste sobre el cabecero de la cama y no opusiste resistencia alguna cuando te envolví en mis manos. Una vez más, te dejé caer en la oscuridad de la noche y cerré la ventana.

La ventana llevaba abierta unas horas ya, cuando esta mañana se me ha ocurrido asomar la cabeza y mirar alrededor para ver si daba contigo y con una explicación de por qué no parabas de colarte de algún misterioso modo en mi cuarto. Es entonces cuando te he visto, en una esquina, envuelta en telarañas y ya seca. Tus pequeñas alas medio transparentes y tu cuerpecillo convertido en un caparazón hueco. Ya nada quedaba de tus brillantes colores, que estaban “engrisecidos” debido al blanco de la tela que te cubría, como una sábana, como un sudario.

¿Fui yo la que te dejó caer sobre la telaraña? ¿O fuiste tú intentando volver a entrar la que caíste en la trampa? Tal vez falleciste pegada al cristal de la ventana, que habías burlado tantas veces, y después de tu muerte fue cuando la insensible araña tejió su red a tu alrededor. Si fue así, ¿por qué no utilizaste tus poderes mágicos para atravesar la pared de nuevo? ¿Cómo entraste en mi cuarto, una y otra, y otra vez? Y lo más inaudito de todo: ¡¿Por qué?!

¿Tienes algún significado? ¿Querías decirme algo? Lo dudo bastante. Ésta es una de esas cosas maravillosamente enigmáticas que pasan en la vida y a las que uno les da el significado que le venga en gana, dependiendo mayormente de la fe que se profese (si es que se profesa alguna) o de cuan supersticioso se sea. Yo, como todos, estoy llena de contradicciones, y me sorprendo a mí misma haciéndome esta serie de estúpidas preguntas acerca de un bicho que ha encontrado su final en mí alfeizar. No me cabe la menor duda de que todo esto no es más que fruto de la casualidad, del caos de este mundo extraño. Sin embargo, en algún libro leí que las casualidades están para ser interpretadas por la persona que las sufre y de la manera que mejor le venga a esa persona. Así pues, yo ya he decidido qué significado le voy a dar  a la visita de mi amiga la mariposa fantasma. Y como yo soy yo, y yo soy mis circunstancias, pues así transformo una casualidad en un mensaje de mí para mí, de la misma manera que una oruga se transforma en una mariposa.

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Cuaderno de Viaje

  1. El señor Pérez (y cómo escribir en un tren)

Los viajes en los que cubres grandes distancias son como un largo trance, un periodo de vacío existencial, de pérdida de tiempo y energía completamente obsoleta. Especialmente si tu viaje conlleva un periodo anterior de preparación (el pre-viaje) en el que tienes que cuadrar horarios de aviones, trenes, autobuses de tal manera que te dé tiempo a llegar desde el primer medio de transporte al siguiente.

Cuando tu viaje es de esos que duran un día entero (hora arriba, hora abajo) se crea en tu cerebro y en tu cuerpo una situación de parálisis momentánea, de hibernación aparente. Todo tu ser se pone en modo de espera; aguardando a que tus pies toquen de nuevo suelo conocido y vuelvas a calzarte tu “papel” correspondiente. Pero mientras viajas no eres nada ni nadie: eres viajante, eres viajero. Te aferras a tus maletas, prueba de que tienes un pasado y de que buscas un futuro. Testigos de que vienes de un sitio y vas a algún lado. Y también metáforas de la carga que traes contigo (física y mental) y de la que nunca te librarás. Nunca.

Las maletas estorban, molestan, son pesadas, te hacen tropezar, te agotan… ¿Quién no ha tenido la tentación de soltarlas en cualquier parte? ¿De abandonarlas? ¿De marchar libre de cualquier lastre? ¿Y quién lo ha hecho alguna vez? Yo no, desde luego. Nos aferramos a nuestras ilusiones, nuestros recuerdos, nuestro jamón serrano envasado al vacío y nuestros calcetines con tomates como si nos fuese la vida en ello. Y realmente así es. Es nuestra vida lo que empaquetamos, apretujamos, doblamos y ordenamos dentro de nuestras maletas. Son nuestros objetos los que nos recuerdan quienes somos, cual es nuestro origen y cual nuestro destino.

Así es, pero están encerrados y cerrados; guardados hasta que pasemos la línea de meta. Es por esto que el viajante se siente raro, se siente distinto; se siente un poco nómada. El viajero es una incógnita para el mismo y para los que le rodean. Una persona cargada de bultos, visiblemente incómoda, somnolienta, cansada… ¿cuál será su historia?

Esta es la historia de cómo viajante número uno conoce a viajante número dos; de como compartieron unos minutos de sus respectivos trayectos y después marcharon cada uno por su lado. Supongo que estaréis esperando a que diga que nunca más se volvieron a encontrar, pero la verdad es que carezco de esa información. Nunca se sabe a quién puedes ver en el metro o recogiendo tu equipaje en el aeropuerto.

La viajera Número Uno había conseguido sentarse en la esquina de una de las filas de asientos de un vagón de metro cualquiera de una gran ciudad cualquiera. Digamos que esta gran ciudad es Londres y supongamos que la pasajera ha tomado la Picadilly line desde la terminal cinco del aeropuerto (que digamos es el de Heathrow). La muchacha está un poco reventada de cargar ella sola con un pedazo de maletón que quita el hipo y su trasero se siente feliz de reposar sano y salvo en un mullido (más no limpio) sillón. Como ya habíamos comentado antes, viajar implica entrar en trance, trance que normalmente viene auto inducido por música, un libro, un crucigrama o un sudoku entre otros métodos (un aplauso para aquellos que son capaces de terminar los sudokus de los periódicos gratuitos del metro. Tiene todos mis respetos. Todos. Sin falta). Número Uno elige la música como sedante y procede a dejarse inundar por los sonidos de su lista de reproducción que emanan por sus enormes cascos.

El tiempo pasa muy lento, demasiado lento. De vez en cuando el sol la golpea de lleno en la cara a través del cristal y la deja ciega por unos segundos. La gente a su alrededor también tiene maletas, y también tiene cascos en sus orejas. Nadie mira a los ojos de nadie. Y si por alguna desgracia de la vida esto ocurriera, uno de los dos contendientes, o los dos, desviará la mirada corriendo y la volverá a posar en el infinito o en los cordones de sus zapatos. Si, siguen atados, como la última vez que lo comprobaste, hará  aproximadamente dos minutos.

De repente, la vocecilla del maquinista intentando anunciar algo (seguramente nada bueno) hace que todo el mundo le dé al botón de pause de sus flamantes Ipods o Mp3,4 o 5; salgan de su mundo de fantasía e ilusión e intenten descifrar lo que esa voz metálica les está diciendo. Todo aquel que alguna vez haya viajado en el metro de Londres sin ser inglés, sabrá a lo que me refiero cuando digo que viajera Número Uno entró repentinamente en pánico y literalmente se arrancó los auriculares de las orejas para dejar que aquella melodiosa voz penetrara directamente en sus tímpanos. Por suerte, o más bien por fuerza de costumbre, entendió a la perfección el mensaje terrorífico que el conductor les estaba haciendo llegar. La Jubilee line estaba cortada entre Finchley Road y Waterloo Station, por lo que viajera número uno se había quedado sin su ruta (número uno también) hasta la mentada estación de trenes. Sin ser muy consciente de ello, probablemente Viajera Número Uno blasfemó en voz baja, seguramente en inglés, mientras sacaba su mapa de la red de metro londinense. La cosa tenía fácil arreglo, simplemente cambiaría la Jubilee por la Bakerloo line, cambiando en Picadilly Circus en vez de en Green Park y bajándose como planeado en Waterloo Station. Great.

Tan ufana estaba por la rápida solución encontrada que no reparó en que al dejar su maleta complemente a su libre albedrío, ésta había patinado sobre sus pequeñas rueditas impulsada por el bamboleo del tren y había golpeado las rodillas de otro viajero (número tres, por ejemplo) haciéndole salir de su ensimismamiento y mirar reprobatoriamente a la chica. Tras disculparse, se aseguró de mantener su maleta bien agarrada de entonces en adelante. Cuál fue su sorpresa cuando se vio atacada por el otro flanco esta vez, por un hombre que había estado a un asiento de ella durante todo el tiempo, probablemente atraído por las hermosas palabras antes pronunciadas por la viajera Number One. La viajera había notado su presencia y por eso sabía que llevaba en el tren desde la terminal 1 del aeropuerto. La razón por la que sus retinas habían tomado nota de este sujeto era porque éste llevaba en pleno mes de enero unas flamantes bermudas azules claro.

El hombre de las piernas al aire, el hombre de la piel de acero, el alienígena aquel se dirigió a la muchacha y le preguntó cómo llegar hasta una estación determinada. La muchacha, pensando que también se trataba de un extranjero más en Londres (another alien in the City), se apresuró a estudiar el mapa junto a él y le indicó la que ella creía que sería la mejor ruta para él. Ahí se quedó la cosa y viajera Número Uno se sintió feliz por un momento por haber ayudado a alguien. Luego, rápidamente se le olvidó. Sin embargo, viajero Número Dos no estaba tan dispuesto a dar su pequeño encuentro en las catacumbas londinenses por concluido tan temprano. Cinco paradas después, el hombre se giró de nuevo hacia ella y le preguntó si se bajaba en la misma parada que él, a lo que la muchacha contestó afirmativamente. Entonces, el hombre le hizo una proposición que amenizaría el viaje de ambos durante unos fugaces momentos. Le preguntó si podría acompañarla dado que él no era de Londres y no sabía moverse muy bien por allí, a lo que la viajera, contenta de que la hubiesen tomado por una londoner, volvió a contestar afirmativamente.

Una vez se hubieron bajado del tren, el hombre y la mujer comenzaron a conversar. Viajero Número Dos pregunto de donde venía esa gran maleta que los acompañaba, a lo que la muchacha respondió que venía de España. El hombre, sorprendido, exclamó que él también venía de España, de Tenerife, donde su familia vivía. A la pregunta de que si era española, la muchacha contesto que sí, que lo era. “Lamentablemente”. Esto no lo dijo, pero lo pensó. Y su felicidad aumentó un poquito al ser consciente de que su acento no había sido reconocido. Su felicidad fue completa cuando al llegar al borde de las escaleras, el hombre simpático propuso intercambiar las maletas: la enorme de ella por la pequeña de mano de él. ¡No podía haber dicho algo más perfecto en un mejor momento! Tras aceptar, obviamente, y agradecerlo mucho, ambos subieron las escaleras. El hombre simpático demostró ser mucho más que simpático, ya que una vez arriba, bajó de nuevo las escaleras para ayudar a otra pasajera (número cuatro) con su respectivo maletorro de la muerte. Very gentlemanlike.

El mismo procedimiento tuvo lugar al llegar al siguiente tramo de escaleras, y una vez que llegaron al andén, la conversación volvió a fluir entre la mujer afortunada y el hombre notablemente simpático. Resulta que viajero Número Dos no era ni una pizca de extranjero, si no que era más bien inglés, aunque de procedencia gallega, cuya familia había decidido retirarse a la más cálida isla de Tenerife, a donde había ido para visitarles. Era la primera vez que iba desde hacía mucho tiempo, porque este hombre tan simpático y curioso vivía ahora en el lejano país de Dubái trabajando como profesor de natación. “De ahí las bermudas”, pensó ella. Así que de Dubái a Tenerife y de Tenerife a Liverpool pasando por Londres, este hombre iba y venía. Esta era su hoja de ruta. Esta era su historia. Se quedaba en casa de un amigo por una noche antes de continuar su viaje, razón por la que había dejado su maletón en el aeropuerto a buen recaudo. He aquí el motivo por el que se encontraba tan libre, tan tranquilo… tan poco londinense como para ponerse a hablar con la primera persona que encontró en el metro y que resultó ser viajera Número Uno. Ella también le contó su historia, brevemente, y así fue como él se enteró de que ella ya no vivía en Londres y que su viaje, como el suyo, no finalizaba allí ni mucho menos.

Más tarde, él intento decir unas pocas palabras en castellano sin mucho éxito comunicativo, aunque a ella no le importó en absoluto porque era un señor muy simpático. Y así es como se enteró de que él hombre que-sabía-decir-cerveza-en-español-(¿cómo no?) se apellidaba Pérez, un apellido muy castizo. De ahí que este relato se titule “El señor Pérez”.

Éste es el momento del relato en que las puertas del metro se abren y dejan ver el letrero de Waterloo Station. Ambos recorren juntos unos cuantos metros más, pero desgraciadamente así funcionan los viajes: cuando unos llegan a su meta, otros tiene aún un largo camino por delante. El señor Pérez tenía aún que hacer intercambio y seguir un par de paradas más hasta la casa de su amigo, y la viajante Número Uno (cuyo nombre no sabemos porque nunca lo dijo) debía coger un tren hacia alguna parte en la estación de Waterloo. El señor Peréz demostró que, a pesar de no hablar español (cosa que lamentaba profundamente), si sabía dar dos señores besos al despedirse, a la manera española. Y tras esto, ambos continuaron su camino. No estaban tristes, estaban contentos. Al menos viajera lo estaba. Había conocido a un interesante monitor de natación de orígenes gallegos que le había aliviado el peso de su carga durante unos breves instantes.

Ninguno de los dos dará mucha importancia a este episodio, probablemente. Pero estos encuentros casuales entre dos viajeros, tan frágiles, tan susceptibles de caer en el olvido, son al mismo tiempo increíblemente interesantes, refrescantes, desconcertantes y únicos. Nunca se sabe al lado de quién estás viajando en el metro, el tren, el avión, o quién es el taxista que te está llevando a casa. Éste hecho tétrico, esta verdad, nos muestra lo grande que es el mundo y lo tan lleno de personas que está, con sus historias, sus vidas, sus mundos esperando ser explorados.

Y sobre todo esto reflexionaba viajera Número Uno mientras iba en el tren, mirando por la ventana, y preparándose para ver pasar árbol tras árbol durante las siguientes tres horas, al mismo tiempo que trataba de escribir algo medianamente legible en su Cuaderno de Viaje a pesar del incesante traqueteo; del chacachá, del chacachá del tren.