Cuaderno de Viaje 2

Sobreviviendo en los aeropuertos

La tensión se palpa en el ambiente. Miradas perdidas, conversaciones nerviosas, corazones zozobrantes y una sola pregunta retumbando en las seseras de todos los allí presentes. La gran cuestión, el «to be or not to be» del aeropuerto, el gran dilema que puede arruinarte el viaje y dejar al descubierto tus trapos sucios. Literalmente. ¿Estará mi maleta por debajo del peso máximo permitido? He ahí la cuestión. Hasta Hamlet se suicidaría sin tantos titubeos antes que arriesgarse a tener que abrir su maleta plagada de calaveras humanas, desvelando así sus tendencias psicópatas delante de una veintena de extraños.

Cuando el bulto en cuestión es situado en la cinta y los diabólicos números rojos marcan una cifra aceptable, la cara del dueño o dueña de dicho bártulo experimenta una mutación repentina, y una expresión de relajación máxima, de éxtasis divino se adueña de ella. Sin embargo, esta satisfacción es de naturaleza breve, ya que se ve rápidamente interrumpida al pensar de nuevo en todos los impedimentos y obstáculos que le esperan en el camino antes y después de aterrizar en su destino. Felicidades, tu maleta pesa solo 19 kilos, primer objetivo conseguido, pero tranquilo que aún nos quedan aproximadamente dos horas de aventuras y diversión por delante.

Encontrar tu camino en un aeropuerto y llegar sano y salvo a tu avión es lo más parecido a un videojuego que podemos encontrar en la vida real. Eso sí, uno increíblemente absurdo, enervante y carente de todo interés. Habiendo conseguido pasar la primera pantalla, y con el simbolito de «maleta facturada» planeando sobre su cabeza, el pasajero medio se dispone a pasar el control de seguridad. Aquí el objetivo consiste en lograr pasar el arco mágico (también conocido como detector de metales) sin que éste pite acusatoriamente y te obliguen a quitarte los zapatos. Para ello, el jugador debe asegurarse de dejar su reloj, pulseras, cinturón, y todo tipo de objetos metálicos que pueda llevar encima, junto con su abrigo y bolso de mano (si es que tiene), en uno de los barreños de colores debidamente proporcionados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, mientras que en otro coloca su portátil. Más, ¡ah, infeliz! No cometas el terrible sacrilegio de simplemente depositar tu funda o maletín sobre el recipiente de plástico, ¡No, pardiez! El ordenador portátil ha de ser previamente extraído de su cubierta y depositado en soledad en uno de esos cajones horteras. Es solo entonces cuando, funda y portátil, cada uno a bordo de su propia embarcación,  tiene permiso para navegar las turbulentas aguas, surcar los rodillos azabaches, sumergirse en la cueva de los rayos X, y surgir al otro lado, al comienzo de un nuevo día. Mientras tanto, tú, el dueño, has de correr literalmente hacia el arco del triunfo (o de la derrota) para intentar traspasarlo al mismo tiempo que tus preciadas posesiones, no vaya a ser que éstas hayan volado antes de que llegues. Delante de los policías. Si absurdo es que te hagan sacar el portátil de su envoltorio para pasarlo por una máquina de rayos X (la cual teóricamente es capaz de ver a través de los tejidos), aún más absurda es esa obsesión de que tus cosas puedan ser rapiñadas justo delante de los ojos de decenas de guardias y policías. O quizás ésta sea la prueba de la enorme confianza que depositamos en las fuerzas del orden. Todo tiene una segunda lectura.

Desafortunadamente, el dueño de todos esos objetos a la deriva ha cometido la insensatez de ponerse unos botines para montar en avión. El resultado ha sido que ha debido retroceder, desabrocharse los cordones, quitarse los zapatos, montarlos a la grupa de otro de esos cubos multicolores y pasar descalzo bajo la atenta mirada de todos los allí presentes, como penitencia por su escasa inteligencia.

Felicidades de nuevo, has logrado llegar más o menos vivo al otro lado del control de seguridad. Sin embargo, volver a colocar todas tus cosas dentro de sus respectivas fundas para después colgártelas de todas las extremidades con las que cuentas, no es tampoco una tarea para ser despreciada. Y menos lo es aún el correr en esa guisa en busca de uno de los paneles donde se anuncian los vuelos, reconocer el tuyo entre ellos y salir disparado hacia la puerta de embarque indicada. Menos mal que hay cintas transportadoras que alivian un poco tu caminar pesaroso, dejándote reposar tus pertenencias durante unos instantes antes de reiniciar de nuevo tu carrera.

Justo antes de llegar a tu puerta de embarque, no obstante, te espera aun otra piedra en tu camino. Si, lo has adivinado: más policías. Esta vez se trata del control de fronteras, que se pasa fácilmente siempre y cuando seas un hermoso y flamante ciudadano ario con una flamante identificación que te respalde. Si por desgracia eres un poco moreno, muy moreno, o moreno de todo; O has decidido dejarte un poco de barba, bastante barba o mucha barba porque estaba de moda; o bien llevas algún piercing, bastantes piercings o cantidad de piercings, no te librarás de una mirada de sospecha. No hablemos ya de los tatuajes. Pero en realidad, como casi todo en esta vida, tu éxito depende únicamente de los papeles que lleves contigo: o los tienes (todos en regla), o no te será permitido el paso al siguiente nivel. Lo siento, bienvenido al cuadriculado, mecanizado y paranoico siglo XXI.

Y ante ti por fin, se encuentra tu puerta de embarque, cual entrada al paraíso. Querido viajero, no te sentirás cómodo hasta que no hayas sido llamado a embarcar, hayas colocado tus cosas en “los compartimentos situados sobre tu cabeza”, y hayas encontrado tu asiento. Y de nuevo, esta comodidad solo durará unos minutos, los necesarios para que el avión se vaya poblando de pasajeros, y para que estos pasajeros comiencen a depositar sus cansados y estresados cuerpos en los asientos aledaños al tuyo. Mucho se ha escrito ya sobre los niños pega-patadas, los bebés iracundos, los narcolépsicos cuyas cabezas siempre tienden a caer sobre tus hombros; el equipo de fútbol, de baloncesto o de natación sincronizada compuesto por adolescentes hormonados que te amenizan con su interesante y para nada predecible cháchara; los que roncan; los que no hablan: gritan; y sobre todo, aquellos hijos de Belcebú que cometen la osadía de reclinar sus asientos. Mal rayo les parta. Y sin embargo, siempre hay algo nuevo que decir, algún espécimen nuevo que descubrir, o algún dato curioso que anotar en nuestro cuaderno de viaje.

Ésta es la historia de cómo dos pasajeros aéreos lograron entretenerse mutuamente mientras surcaban los cielos en un cilindro de metal con alas.

3. Mr Ordenadores y su interminable charla

Cuando el pasajero medio llega a su fila de asientos, se da cuenta de que le ha tocado el peor de todos; el central: sin las ventajas de la ventanilla, y sin el fácil acceso al baño que estar cerca del pasillo ofrece. También se da cuenta de que su paso al 21 B está bloqueado por un inmenso señor. El pasajero le pide amablemente paso, y le indica que su asiento es el contiguo al suyo. El Gigante se levanta en seguida afablemente y deja que el esmirriado trasero de nuestro protagonista tome tierra. El uno al lado del otro, parecen la noche y el día, y sin embargo de alguna manera curiosa, por un comentario cualquiera acerca de la comodidad de las butacas, ambos comienzan a charlar.

Lo quiera o no lo quiera, el desafortunado pasajero va a verse introducido de lleno en la vida de este hombre, que resulta ser estadounidense. Sorpresa. Tras unos minutos de conversación, a la mente del enclenque europeo no paran de llegar, de ninguna parte en concreto, estereotipos y prejuicios sobre los norteamericanos que este señor redondeado parece cumplir, y otros que parece desintegrar y reducir a cenizas. Es informático, más específicamente trabaja para una de las empresas informáticas más famosas del mundo, y vive en una de esas enormes, brillantes y afiladas ciudades del Nuevo Mundo. La considerable suma de dinero que gana por sentarse horas, e incluso días, delante de, no uno, si no decenas de ordenadores, le han permitido comprar un apartamento en esta conocida metrópoli. Para hacer un poco más de dinero, alquila la segunda habitación de éste a un chef italiano que trabaja a horas intempestivas, y que cuando llega a casa, no está de humor para cocinar y apuñala y calienta un táper de comida precocinada para cenar. La rutina del casero no se diferencia mucho de la del inquilino, ya que éste también es asiduo a este tipo de comidas rápidas y nutritivas. El europeo, que tan solo en un par de ocasiones se ha achicharrado el paladar con uno de esos platos plastificados, que sudan aceites sintéticos y saben a colorante y a extractos de alimentos, se explica ahora la complexión atlética y saludable de este hombretón grasiento.

Éste no es, sin embargo, el único hábito que comparten estos dos compañeros de piso. Mr Ordenadores informa al mustio pasajero (como si a éste le importase) que para dormir ambos necesitan dejar encendida la televisión a alta voz, y la ventana abierta de par en par. El hombrecillo emite un sonido interno de escepticismo e incomprensión. No es capaz de concebir como alguien puede conciliar el sueño con gente desconocida gritándole desde el televisor. Él que necesita correr las cortinas, o bajar las persianas (allá donde las haya) hasta que ni un solo rayo de luna, ni un solo parpadeo de farola tuerta pueda vislumbrarse, y de tal manera que el sol de la mañana no pueda penetrar a través de sus párpados cerrados despertándole.  Él que necesita la más absoluta oscuridad y el más puro silencio, de tal forma que hasta las manecillas del reloj contando los segundos que pasan le resultan insoportables. Sin embargo, amigo, el miedo es libre, y el miedo a la noche, a la oscuridad, al silencio, a la nada, y en definitiva, a la muerte, es uno de los terrores más extendidos entre la población humana. Europeo asiente, haciendo como que escucha, y brinda a su interlocutor una sonrisa paternalista, condescendiente.

Su mente agotada, sus propias preocupaciones, el hambre repentina que le está entrando, le impide empatizar debidamente con este interesante personaje. Este hombre corpulento no nació en Estados Unidos, sino en Japón, dónde sus padres trabajaron durante gran parte de su infancia. Desafortunadamente, no recuerda ni una sola palabra de japonés, pero si recuerda los viajes con su familia por media Asia: India, China, Korea, Australia, Nueva Zelanda, Filipinas. Más tarde su familia se asentó en Francia por un par de años, durante los cuales fue a un colegio enteramente en inglés, se relacionó con niños ingleses o americanos, y por lo tanto no tuvo la necesidad de articular ni un solo fonema en francés. Finalmente, sus padres volvieron a Estados Unidos, dónde nuestro amigo realizó sus estudios universitarios y finalmente encontró un trabajo bastante prestigioso, en el que le pagan una gran suma de dinero sin necesidad de levantarse de su silla. Sueño americano realizado.

Sin embargo, sus padres, culos de mal asiento, emigraron una vez más tras jubilarse para establecer su residencia definitiva en Benidorm, España. ¡Qué gusto más exquisito! De entre todos los parajes de la tierra, de entre todos los países que visitaron, decidieron quedarse con Benidorm: el Manhattan de Alicante; la tierra prometida de los guiris borrachos; allí donde la paella y la sangría se cobra diferente dependiendo del idioma que hables, y donde Sticky Vicky despliega sus encantos en la “zona guiri”. Nuestro escéptico, cansado, y hambriento amigo no puede evitar un levantamiento de cejas automático, e intenta suprimir una risilla sarcástica. Pero, ¿quién es él para juzgar el gusto de los padres de esta persona que ni siquiera conoce? Nuestro amigo americano se relame pensando en la comida mediterránea, el sol, la brisa del mar, y la “cerveza” (¿por qué es siempre la misma palabra? ¿Por qué?), no parece darse cuenta de que estamos en Diciembre, y ¡oh, sorpresa!: en invierno, en España hace frío, llueve, truena e incluso nieva, dependiendo de en qué zona te encuentres. España, aunque todavía haya quién lo dude, está en Europa, ergo no es un país tropical.

A nuestro amigo europeo en realidad le da bastante igual el clima español y la familia del Gran Señor Americano, y nota como el sueño está comenzando a hacer mella en él, y con la voz de Mr Ordenadores de fondo nota como se le van cerrando los ojos, pero intenta resistirse, pues por nada del mundo querría ser maleducado con este señor, y además sabe que aún le quedan muchos trabajos por superar: sobrevivir al aterrizaje, encontrar la cinta trasportadora de maletas correcta, identificar la suya, encontrar un hueco libre desde donde poder ponerle la zarpa encima y hacerse con ella con éxito, más controles después, y por último seguir multitud de flechas que te guían  hasta la salida, hacia el mundo real, con el estómago encogido, preguntándose si habrá alguien tras esas puertas que le esté esperando. Mr Ordenadorres, que lleva ya un rato hablando solo, se percata finalmente de la boca medio abierta y del ligero ronquido de su compañero, y decide que es un buen momento para ir al baño.

 Los baños de los aviones… en otro capítulo de este Cuaderno de Viaje hablaremos de los baños de los aviones, pero este capítulo en concreto está a punto de acabar. Su final llega cuando Mr Ordenadores vuelve del baño, se acomoda en su asiento, y cae en un rotundo, instantáneo e insonoro sueño. Por fin se han callado, angelicos, vaya viajecito me han dado.

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