People don’t like perfection. They cannot sympathise. They like vulnerability, broken hearts, incompleteness. They long for a puzzle. They believe they can heal the other. They want to try, at least. Perfection is cold and distant. There is nothing else to add to it, nothing for you to complement it. In this suicidal truth I base my hopes of not dying alone. I am the most mediocre, broken, clueless piece of human garbage in the entire world. I am your puzzle.

Pasadizo V

La paloma ciega

Encaramada a lo más alto de la valla, la paloma menea inquieta su cabecita hacia adelante y hacia atrás, y busca ávidamente el origen de ese murmullo sordo, de esa furia contenida, condensada y reprimida. El pájaro percibe el peligro, percibe el miedo, la rabia, la furia y un deseo inmenso de entrar en acción. Hubiera dicho que se trata de algún felino agazapado tras un matorral apunto de abalanzarse sobre su víctima, y sus ojillos rojos barren el terreno en busca de ondeantes colas o brillantes pupilas. Pero aquí no hay ningún gato. Aquí solo hay crías humanas: torpes, lentas, incapaces de saltar decentemente, no hablemos ya de volar. Y sin embargo la paloma siente el peligro, físicamente, percibe un instinto asesino a su alrededor, pero es incapaz de determinar su epicentro.

Las palomas no son, al fin y al cabo, los seres más avispados que habitan este planeta. Este espécimen en concreto es incapaz de ver lo que tiene justo debajo de su pico. Sentada sobre un tocón, hay una niña humana. Nada en su atuendo, su aspecto, su postura la hace extraordinaria. Nada en su personita delata la vorágine de pensamientos destructivos que bullen y se acumulan en su pequeña cabeza, que golpean contra las paredes de su cráneo y vuelven con más intensidad si cabe que antes al centro de su frente. Nada, quizás, a parte de la mirada fija y afilada que ofrecen sus ojos verdes y la línea apretada que dibujan sus labios, pálidos de rabia contenida. Contemplada de cerca, es posible percibir también el débil repiqueteo producido por su pie izquierdo al golpear nerviosamente el tronco donde se ha sentado.

Está sola, apartada del resto de niños que corren, saltan, se pelean y se reconcilian. Sola, con la mirada fija en un grupo de chiquillas que juegan en frente de ella en el arenero de la pista de voleibol. Sola, mascando su rabia, su impotencia y sus ganas locas de introducir un puñado de arena en la boca, garganta abajo, de una de ellas… y, ¿Por qué no? Del resto también.

No entiende porque han de ser tan mandonas, tan tiranas, tan gratuitamente crueles con ella. No entiende por qué siempre le toca la peor parte de todos los juegos, porque quieren hacer de ella su bufón personal, porque la ningunean y se ríen de ella en su cara como si fuera idiota, como si no hablara la misma lengua que ellas. Pero no, no es idiota. “No soy idiota”. Bien lo sabe y no va a doblegarse tan fácilmente. ¿Por qué iba a hacerlo? “¿Cuál es la razón por la que tengo que hacer todo lo que ellas quieran? ¿Que se creen que son?” ¿Qué tienen que las haga mejores? ¿Acaso es su ropa es más nueva? ¿Se trata quizás de que son más altas, más delgadas, más extrovertidas? “Lo que son es más gilipollas.”

“Gilipollas”. Se le llena la boca al pensarlo. ¡Qué maravillosa palabra! Gilipollas. Rotunda, poderosa, perfecta. Retumba en sus oídos y tiene que hacer un gran esfuerzo por contenerla dentro de su boca. Aprieta los dientes, aprieta los puños, y aun así, un ruido ahogado, mitad gruñido, mitad gemido logra escaparse a su control. Fuera de sí, nota como los ojos se le humedecen y unas lágrimas calientes, amargas y humillantes se derraman a ambos lados de su cara redondeada. No se molesta en quitárselas. Sabe que la están vigilando, sabe que están disfrutando de su ostracismo voluntario y de su poder sobre ella. “Que miren”. Que disfruten. Ya llegará su momento.

Son sus amigas, o eso se supone, y sin embargo, hasta la torpe paloma se ha dado cuenta de la intensidad de su enfado, de su furia animal. Lo que nunca se le podría haber ocurrido a esta pazguata paloma es el hecho de que haya una fiera salvaje encerrada dentro de una de esas criaturas blanditas que se entretienen en perseguir a las de su especie sin mucho éxito.

Pasadizo IV

15 de Septiembre

¡Menudo comienzo! Nada más entrar me ha recibido un gigante falo de tiza en la pizarra, con la consiguiente media hora de risas y cachondeitos varios. Al menos me ha servido para quedarme con las caras de los más gamberros, de los que probablemente intentarán sabotear si no todas, la gran mayoría de las clases. Ese tal Rodríguez parece ser el cabecilla, así que tendré que intentar atarle bien corto. Lo malo de ser profesor de filosofía es que esto puede ser tanto una condena como una bendición. El hecho de dar una asignatura que (injustamente) se considera “maría”, hace que los alumnos no te vean como un verdadero profesor, y esto puedo conducir a dos posibles caminos: que te tomen por un colega, les interese la asignatura y se comporten decentemente, o que te tomen a pitorreo. Espero que en este caso sea la primera opción, no me gustaría tener que ponerme serio con ellos. De hecho, he creído ver en la clase un par de miradas atentas, lo cual siempre es un rayito de esperanza.

Cómo acostumbro, les he mandado una redacción en la que tienen que describirse a sí mismos cuando eran niños, lo cual me es increíblemente útil para conocerlos y para empezar a ver a quién podría dársele bien la asignatura, o incluso tener madera de filósofo. ¿Quién sabe?

Día 1

Redacción 1: Volver al pasado. Intenta visualizarte cuando eras un ñiño/a y descríbete. Intenta recordar cómo te sentías, que pensabas, cuales eran tus mayores miedos y deseos. 300 palabras mínimo, 500 palabras máximo.

Rocío Valverde:

“Recuerdo querer ser invisible. Recuerdo querer pasar desapercibida en todo momento, sobre todo en aquellas ocasiones que implicaban estar rodeada de gente. Si miro hacia atrás, solo veo a una niña muy seria, con gafas y probablemente un poco bizca que contempla la vida a su alrededor con ojos de búho. Nunca me gustó llamar la atención ni ser el foco de todas las miradas. Siempre he supuesto que se debía a mi timidez, a un cierto grado de insociabilidad, y probablemente a una autoestima poco estable. Sin embargo, ahora también barajo otras hipótesis. La primera y más obvia es que cuando eres el foco de atención, pierdes la libertad sobre tus movimientos y tus actos, ya que incluso de manera inconsciente y para evitar miradas reprobatorias, tu comportamiento tenderá a ser el que crees que esos ojos que te siguen a todas partes consideran apropiado. Y lo que es aún peor, el ser espiado te impide espiar sin ser descubierto. Lo cierto es que siempre me ha gustado observar sin ser vista (o notada): observar el ambiente a mí alrededor, captar los sentimientos y las sensaciones que flotan en el aire a mí alrededor y jugar a descifrar a las personas. En otras palabras: intentar comprender la vida estallando, transcurriendo, generándose a mí alrededor.

La segunda hipótesis es que tengo miedo. Miedo de actuar, miedo de las consecuencias de mis actos, miedo a hacer el ridículo, miedo a dejarme en evidencia, miedo a mostrarme como soy por miedo a no ser aceptada. Por certeza de no ser aceptada. He vivido aterrada en sociedad durante toda mi infancia, generando realidades alternativas en las que hacía uso de mi poder. Realidades paralelas en las que no tenía miedo a nada. Mundos en los que me atrevía a no pensar demasiado y actuar por instinto. Lugares, situaciones en las que incluso podía llegar a ser un poco perversa.

Si… esa era yo. El lobo agazapado tras la piel del cordero, o el cordero que sueña con ser lobo algún día. Lo peor de todo es que siempre fui plenamente consciente de cuál de los mundos era el dolorosamente real. ¿O lo eran los dos? Había una versión callada y seria de mí. Una versión de mirada fija, rictus impasible y labios sellados, en la cabeza de la cual hervían pensamientos jamás pronunciados. También había otra versión. Una que ponía por escrito lo que no se atrevía a articular fónicamente; que en los libros, las novelas, las historias, encontraba la puerta a otros mundos y que conectaba más con los personajes de estas que con las personas de carne y hueso que formaban parte de su vida cotidiana. Una Yo diferente que escapaba a la nada, al descampado más cercano, al bosque, a la naturaleza, a la ausencia de raciocinio a su alrededor para poder ser ella misma.

Para ser sinceros, no he cambiado tanto desde entonces. Aún conservo esa sensación de libertad absoluta, de felicidad absurda, simple e infantil de estar rodeada de plantas, animales en la sombra, insectos escondidos… misterio e intriga. Libertad plena y absoluta. Momentánea, sin embargo.”

Comentario del profesor:

Muy interesante. Rocío hace una gran reflexión sobre su personalidad actual basándose en cómo se sentía cuando era pequeña. Tiene buen estilo narrativo también. Se nota que con práctica podría mejorar muchísimo. Posible futura promesa de la clase. Desafortunadamente, no me he quedado con su cara, tendré que estar más atento el próximo día.

Cuaderno de Viaje 2

Sobreviviendo en los aeropuertos

La tensión se palpa en el ambiente. Miradas perdidas, conversaciones nerviosas, corazones zozobrantes y una sola pregunta retumbando en las seseras de todos los allí presentes. La gran cuestión, el «to be or not to be» del aeropuerto, el gran dilema que puede arruinarte el viaje y dejar al descubierto tus trapos sucios. Literalmente. ¿Estará mi maleta por debajo del peso máximo permitido? He ahí la cuestión. Hasta Hamlet se suicidaría sin tantos titubeos antes que arriesgarse a tener que abrir su maleta plagada de calaveras humanas, desvelando así sus tendencias psicópatas delante de una veintena de extraños.

Cuando el bulto en cuestión es situado en la cinta y los diabólicos números rojos marcan una cifra aceptable, la cara del dueño o dueña de dicho bártulo experimenta una mutación repentina, y una expresión de relajación máxima, de éxtasis divino se adueña de ella. Sin embargo, esta satisfacción es de naturaleza breve, ya que se ve rápidamente interrumpida al pensar de nuevo en todos los impedimentos y obstáculos que le esperan en el camino antes y después de aterrizar en su destino. Felicidades, tu maleta pesa solo 19 kilos, primer objetivo conseguido, pero tranquilo que aún nos quedan aproximadamente dos horas de aventuras y diversión por delante.

Encontrar tu camino en un aeropuerto y llegar sano y salvo a tu avión es lo más parecido a un videojuego que podemos encontrar en la vida real. Eso sí, uno increíblemente absurdo, enervante y carente de todo interés. Habiendo conseguido pasar la primera pantalla, y con el simbolito de «maleta facturada» planeando sobre su cabeza, el pasajero medio se dispone a pasar el control de seguridad. Aquí el objetivo consiste en lograr pasar el arco mágico (también conocido como detector de metales) sin que éste pite acusatoriamente y te obliguen a quitarte los zapatos. Para ello, el jugador debe asegurarse de dejar su reloj, pulseras, cinturón, y todo tipo de objetos metálicos que pueda llevar encima, junto con su abrigo y bolso de mano (si es que tiene), en uno de los barreños de colores debidamente proporcionados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, mientras que en otro coloca su portátil. Más, ¡ah, infeliz! No cometas el terrible sacrilegio de simplemente depositar tu funda o maletín sobre el recipiente de plástico, ¡No, pardiez! El ordenador portátil ha de ser previamente extraído de su cubierta y depositado en soledad en uno de esos cajones horteras. Es solo entonces cuando, funda y portátil, cada uno a bordo de su propia embarcación,  tiene permiso para navegar las turbulentas aguas, surcar los rodillos azabaches, sumergirse en la cueva de los rayos X, y surgir al otro lado, al comienzo de un nuevo día. Mientras tanto, tú, el dueño, has de correr literalmente hacia el arco del triunfo (o de la derrota) para intentar traspasarlo al mismo tiempo que tus preciadas posesiones, no vaya a ser que éstas hayan volado antes de que llegues. Delante de los policías. Si absurdo es que te hagan sacar el portátil de su envoltorio para pasarlo por una máquina de rayos X (la cual teóricamente es capaz de ver a través de los tejidos), aún más absurda es esa obsesión de que tus cosas puedan ser rapiñadas justo delante de los ojos de decenas de guardias y policías. O quizás ésta sea la prueba de la enorme confianza que depositamos en las fuerzas del orden. Todo tiene una segunda lectura.

Desafortunadamente, el dueño de todos esos objetos a la deriva ha cometido la insensatez de ponerse unos botines para montar en avión. El resultado ha sido que ha debido retroceder, desabrocharse los cordones, quitarse los zapatos, montarlos a la grupa de otro de esos cubos multicolores y pasar descalzo bajo la atenta mirada de todos los allí presentes, como penitencia por su escasa inteligencia.

Felicidades de nuevo, has logrado llegar más o menos vivo al otro lado del control de seguridad. Sin embargo, volver a colocar todas tus cosas dentro de sus respectivas fundas para después colgártelas de todas las extremidades con las que cuentas, no es tampoco una tarea para ser despreciada. Y menos lo es aún el correr en esa guisa en busca de uno de los paneles donde se anuncian los vuelos, reconocer el tuyo entre ellos y salir disparado hacia la puerta de embarque indicada. Menos mal que hay cintas transportadoras que alivian un poco tu caminar pesaroso, dejándote reposar tus pertenencias durante unos instantes antes de reiniciar de nuevo tu carrera.

Justo antes de llegar a tu puerta de embarque, no obstante, te espera aun otra piedra en tu camino. Si, lo has adivinado: más policías. Esta vez se trata del control de fronteras, que se pasa fácilmente siempre y cuando seas un hermoso y flamante ciudadano ario con una flamante identificación que te respalde. Si por desgracia eres un poco moreno, muy moreno, o moreno de todo; O has decidido dejarte un poco de barba, bastante barba o mucha barba porque estaba de moda; o bien llevas algún piercing, bastantes piercings o cantidad de piercings, no te librarás de una mirada de sospecha. No hablemos ya de los tatuajes. Pero en realidad, como casi todo en esta vida, tu éxito depende únicamente de los papeles que lleves contigo: o los tienes (todos en regla), o no te será permitido el paso al siguiente nivel. Lo siento, bienvenido al cuadriculado, mecanizado y paranoico siglo XXI.

Y ante ti por fin, se encuentra tu puerta de embarque, cual entrada al paraíso. Querido viajero, no te sentirás cómodo hasta que no hayas sido llamado a embarcar, hayas colocado tus cosas en “los compartimentos situados sobre tu cabeza”, y hayas encontrado tu asiento. Y de nuevo, esta comodidad solo durará unos minutos, los necesarios para que el avión se vaya poblando de pasajeros, y para que estos pasajeros comiencen a depositar sus cansados y estresados cuerpos en los asientos aledaños al tuyo. Mucho se ha escrito ya sobre los niños pega-patadas, los bebés iracundos, los narcolépsicos cuyas cabezas siempre tienden a caer sobre tus hombros; el equipo de fútbol, de baloncesto o de natación sincronizada compuesto por adolescentes hormonados que te amenizan con su interesante y para nada predecible cháchara; los que roncan; los que no hablan: gritan; y sobre todo, aquellos hijos de Belcebú que cometen la osadía de reclinar sus asientos. Mal rayo les parta. Y sin embargo, siempre hay algo nuevo que decir, algún espécimen nuevo que descubrir, o algún dato curioso que anotar en nuestro cuaderno de viaje.

Ésta es la historia de cómo dos pasajeros aéreos lograron entretenerse mutuamente mientras surcaban los cielos en un cilindro de metal con alas.

3. Mr Ordenadores y su interminable charla

Cuando el pasajero medio llega a su fila de asientos, se da cuenta de que le ha tocado el peor de todos; el central: sin las ventajas de la ventanilla, y sin el fácil acceso al baño que estar cerca del pasillo ofrece. También se da cuenta de que su paso al 21 B está bloqueado por un inmenso señor. El pasajero le pide amablemente paso, y le indica que su asiento es el contiguo al suyo. El Gigante se levanta en seguida afablemente y deja que el esmirriado trasero de nuestro protagonista tome tierra. El uno al lado del otro, parecen la noche y el día, y sin embargo de alguna manera curiosa, por un comentario cualquiera acerca de la comodidad de las butacas, ambos comienzan a charlar.

Lo quiera o no lo quiera, el desafortunado pasajero va a verse introducido de lleno en la vida de este hombre, que resulta ser estadounidense. Sorpresa. Tras unos minutos de conversación, a la mente del enclenque europeo no paran de llegar, de ninguna parte en concreto, estereotipos y prejuicios sobre los norteamericanos que este señor redondeado parece cumplir, y otros que parece desintegrar y reducir a cenizas. Es informático, más específicamente trabaja para una de las empresas informáticas más famosas del mundo, y vive en una de esas enormes, brillantes y afiladas ciudades del Nuevo Mundo. La considerable suma de dinero que gana por sentarse horas, e incluso días, delante de, no uno, si no decenas de ordenadores, le han permitido comprar un apartamento en esta conocida metrópoli. Para hacer un poco más de dinero, alquila la segunda habitación de éste a un chef italiano que trabaja a horas intempestivas, y que cuando llega a casa, no está de humor para cocinar y apuñala y calienta un táper de comida precocinada para cenar. La rutina del casero no se diferencia mucho de la del inquilino, ya que éste también es asiduo a este tipo de comidas rápidas y nutritivas. El europeo, que tan solo en un par de ocasiones se ha achicharrado el paladar con uno de esos platos plastificados, que sudan aceites sintéticos y saben a colorante y a extractos de alimentos, se explica ahora la complexión atlética y saludable de este hombretón grasiento.

Éste no es, sin embargo, el único hábito que comparten estos dos compañeros de piso. Mr Ordenadores informa al mustio pasajero (como si a éste le importase) que para dormir ambos necesitan dejar encendida la televisión a alta voz, y la ventana abierta de par en par. El hombrecillo emite un sonido interno de escepticismo e incomprensión. No es capaz de concebir como alguien puede conciliar el sueño con gente desconocida gritándole desde el televisor. Él que necesita correr las cortinas, o bajar las persianas (allá donde las haya) hasta que ni un solo rayo de luna, ni un solo parpadeo de farola tuerta pueda vislumbrarse, y de tal manera que el sol de la mañana no pueda penetrar a través de sus párpados cerrados despertándole.  Él que necesita la más absoluta oscuridad y el más puro silencio, de tal forma que hasta las manecillas del reloj contando los segundos que pasan le resultan insoportables. Sin embargo, amigo, el miedo es libre, y el miedo a la noche, a la oscuridad, al silencio, a la nada, y en definitiva, a la muerte, es uno de los terrores más extendidos entre la población humana. Europeo asiente, haciendo como que escucha, y brinda a su interlocutor una sonrisa paternalista, condescendiente.

Su mente agotada, sus propias preocupaciones, el hambre repentina que le está entrando, le impide empatizar debidamente con este interesante personaje. Este hombre corpulento no nació en Estados Unidos, sino en Japón, dónde sus padres trabajaron durante gran parte de su infancia. Desafortunadamente, no recuerda ni una sola palabra de japonés, pero si recuerda los viajes con su familia por media Asia: India, China, Korea, Australia, Nueva Zelanda, Filipinas. Más tarde su familia se asentó en Francia por un par de años, durante los cuales fue a un colegio enteramente en inglés, se relacionó con niños ingleses o americanos, y por lo tanto no tuvo la necesidad de articular ni un solo fonema en francés. Finalmente, sus padres volvieron a Estados Unidos, dónde nuestro amigo realizó sus estudios universitarios y finalmente encontró un trabajo bastante prestigioso, en el que le pagan una gran suma de dinero sin necesidad de levantarse de su silla. Sueño americano realizado.

Sin embargo, sus padres, culos de mal asiento, emigraron una vez más tras jubilarse para establecer su residencia definitiva en Benidorm, España. ¡Qué gusto más exquisito! De entre todos los parajes de la tierra, de entre todos los países que visitaron, decidieron quedarse con Benidorm: el Manhattan de Alicante; la tierra prometida de los guiris borrachos; allí donde la paella y la sangría se cobra diferente dependiendo del idioma que hables, y donde Sticky Vicky despliega sus encantos en la “zona guiri”. Nuestro escéptico, cansado, y hambriento amigo no puede evitar un levantamiento de cejas automático, e intenta suprimir una risilla sarcástica. Pero, ¿quién es él para juzgar el gusto de los padres de esta persona que ni siquiera conoce? Nuestro amigo americano se relame pensando en la comida mediterránea, el sol, la brisa del mar, y la “cerveza” (¿por qué es siempre la misma palabra? ¿Por qué?), no parece darse cuenta de que estamos en Diciembre, y ¡oh, sorpresa!: en invierno, en España hace frío, llueve, truena e incluso nieva, dependiendo de en qué zona te encuentres. España, aunque todavía haya quién lo dude, está en Europa, ergo no es un país tropical.

A nuestro amigo europeo en realidad le da bastante igual el clima español y la familia del Gran Señor Americano, y nota como el sueño está comenzando a hacer mella en él, y con la voz de Mr Ordenadores de fondo nota como se le van cerrando los ojos, pero intenta resistirse, pues por nada del mundo querría ser maleducado con este señor, y además sabe que aún le quedan muchos trabajos por superar: sobrevivir al aterrizaje, encontrar la cinta trasportadora de maletas correcta, identificar la suya, encontrar un hueco libre desde donde poder ponerle la zarpa encima y hacerse con ella con éxito, más controles después, y por último seguir multitud de flechas que te guían  hasta la salida, hacia el mundo real, con el estómago encogido, preguntándose si habrá alguien tras esas puertas que le esté esperando. Mr Ordenadorres, que lleva ya un rato hablando solo, se percata finalmente de la boca medio abierta y del ligero ronquido de su compañero, y decide que es un buen momento para ir al baño.

 Los baños de los aviones… en otro capítulo de este Cuaderno de Viaje hablaremos de los baños de los aviones, pero este capítulo en concreto está a punto de acabar. Su final llega cuando Mr Ordenadores vuelve del baño, se acomoda en su asiento, y cae en un rotundo, instantáneo e insonoro sueño. Por fin se han callado, angelicos, vaya viajecito me han dado.

Noche en la ciudad

Noche en la ciudad *

El silencio es algo abstracto en una habitación de  ciudad. Es una palabra, un significante, un código lingüístico que provoca  un chispazo neuronal en la cabeza del urbanita que la habita y evoca en ella un significado, un concepto: la ausencia de sonido. En la oscuridad, la masa gris de éste individuo de ciudad palpita y se esfuerza en invocar un sustitutivo, una metáfora, un símbolo, una imagen. Algo que le ayude a tornar lo abstracto en el algo concreto. Una ayuda para decodificar y desmitificar algo que nunca ha experimentado: el silencio.

 Tras los ojos cerrados, nuestro sujeto proyecta imágenes de recónditas aldeas  camufladas entre escarpadas montañas, de cultivos ya arados y ahora abandonados, de la inmensidad del océano en calma con la única compañía de una cúpula estrellada… de una biblioteca en época de exámenes. Y cree saber qué es el silencio. Y sabe cuál es su definición, porque tiene un diccionario en la estantería. Y lo usa.

Pero es consciente de que algo le falta: el conocimiento empírico del silencio. No ha tenido el placer de conocerlo personalmente. Nunca les han presentado. Debe ser porque, tanto las montañas solitarias, cómo las profundidades del océano, e incluso una biblioteca en la que realmente se obedezcan los tan ignorados carteles que claman silencio, quedan muy lejos de una gran ciudad como la suya. ¡Cuánto le angustia no poder experimentar nunca el silencio! De hecho, no hay otra cosa que ansíe más que sumergirse de lleno en mitad del más puro y absoluto silencio: desconectarse del mundo y de sí mismo, apagar todas las conexiones nerviosas que unen su maldito cerebro con el resto de su maldito cuerpo.

El insomnio es algo muy concreto para un urbanita. El insomnio es algo palpable, es sólido, es físico para un ser humano dentro de una pequeña habitación dentro de una gran ciudad. Los pensamientos se atropellan, los retazos de conversaciones mantenidas durante el día, los estribillos de las canciones que has escuchado esa mañana, la introducción de la presentación que tienes que hacer al día siguiente. Alguna palabra absurda que por algún extraño motivo se ha quedado pendiendo de alguna neurona narcotizada y que se enciende en mitad de tu frente como un cartel de neón cuando menos te lo esperas. Y también: “ ¿cuantas horas dormiría si cayera fulminado por el sueño ahora mismo?”, y “que alguien me dispare por favor”, y “si me diese un golpe contra el marco de la puerta, o entrara de repente Thor por la ventana y tuviera la decencia de golpearme el cráneo con su todo poderoso martillo, quizás consiguiese dormir lo suficiente para que no me dé un ictus mañana durante la presentación… is that you baby, or just a brilliant disgui-(ah)- ise?”[1].

Invocar el silencio en una oscura y pequeña habitación es algo que suele ocurrir varios millones de veces a lo largo de cada noche en mitad de una gran y brillante metrópoli. Sin embargo, esto no le sirve de consuelo al sujeto de nuestra investigación. Para él lo único que existe en este momento es la angustia provocada por el insomnio provocado por la angustia y así sucesivamente en un bucle sin final. Cómo sin final parece ésta situación para éste urbanita; que desearía que el silencio fuese algo tangible, que le inundara como una ola, que le golpeara en la frente y le barriera las ideas, dejándole la cabeza completamente vacía, llevándose con él la tortura de su irremediable humanidad.

Pero los coches se suceden fuera. Las sirenas, los gritos de gente con más suerte que él que están despiertos por propio gusto y que, habiendo ingerido cantidades suficientes de alcohol, han perdido completamente el control sobre los decibelios de sus propias voces. El silencio es solo un concepto. Paradójicamente el silencio es, a fin de cuentas, un conjunto de sonidos que conforman  una palabra: /Silencio/. El silencio es una utopía. Nadie jamás ha experimentado el silencio; ni en la ciudad, ni en un pequeño pueblo castellano, ni en una granja en Texas, ni en el Himalaya. Ni siquiera aquellos hombres que se supone cruzaron el espacio y llegaron a la luna fueron capaces de percibir físicamente, empíricamente el silencio. Ya que, incluso habiendo una total y absoluta ausencia de sonidos a tu alrededor, nunca podrás dejar de escuchar el eco de tus propios pensamientos golpeando contra las paredes de tu cerebro: “Is that youuu baby or just a brilliant disguise?”. Estamos condenados, somos humanos.


[1] Parte del estribillo de la canción Brilliant disguise de Bruce Springsteen.

* ARTISTIC CREATION ISSN 2340-650X

Relato publicado en el volumen 1 del  Journal of Artistic Creation and Literary Research (JACLR), iniciativa del Departamento de Estudios Ingleses de la Universidad Complutense de Madrid.

 https://www.ucm.es/siim/JACLR-Volume1-Issue1

Pasadizo a ninguna parte

Aún no ha arrancado el día, el sol sigue aún agazapado tras la línea del horizonte esperando su momento para irrumpir en la vida y cubrirlo todo con su luz cegadora. Estamos ante esas horas sin nombre en las que ni es de día ni es de noche, esas horas que algunos bautizan como la “madrugada” y que conforman el “cortejo” del amanecer, encargándose de  preceder y anunciar el inminente ascenso del sol en la bóveda celeste y su posterior procesión sobre la Tierra. Éstos son los minutos en los que las criaturas nocturnas se baten en retirada hacia sus acogedoramente oscuras grutas  mientras  los animales diurnos, los bípedos parlantes incluidos, comienzan a desperezarse entre bostezos.

Mientras los demás aún duermen, una figura menuda camina medio sonámbula en mitad de la bruma. El rocío fresco hace brillar con intensidad la hierba al borde del sendero y sus pasos reverberan en la piedra mojada, elevando en el aire gélido una sintonía, un ritmo grave que muere con una húmeda nota final. El gorro de lana calado hasta las cejas junto con sus pestañas protege sus ojos y sus gafas de la llovizna, proporcionándole un extenso campo de visión libre de agua. El aire la envuelve: aire en los pulmones, aire entre los dedos de las manos, aire en el flequillo alborotado. Aire. Cierra los ojos un instante y se deja llevar por los fenómenos, cediéndoles por completo el control de la situación. Aguarda paciente y relajadamente a que descarguen sobre ella todo el poder de su azarosa naturaleza.  “Suelta amarras, déjate  influenciar plenamente por tu entorno” se dice a sí misma mientras inspira profundamente.

La invade un ansia irrefrenable de sentir la vida, el universo latiendo a su alrededor; sucediendo dentro y fuera de sí misma. Extiende los brazos y los separa levemente de su cuerpo con las palmas de las manos abiertas, enfrentándolas a la dirección del viento. Le gusta sentirlo vibrar entre los pequeños pliegues membranosos de los dedos. Este ritual forma parte de cada despertar, y sin embargo siempre hay algo nuevo en él.  La soledad, lo indómito del paisaje a su alrededor, la oscuridad del bosque, parecen esconder la existencia de algo oculto, algo siniestro y poderoso, algo cautivador, mágico. Ese algo indescriptible se cuela en su ser y la acompaña el resto del día cómo una presencia sigilosa, cómo una sombra latente. Y finalmente, cuando llega la noche se va a dormir con esa simiente disuelta en la sangre.

Para ella, este simple camino hacia sus deberes cotidianos es en realidad una carrera a contra reloj con el sol. No le importa despertarse a oscuras si eso le permite disfrutar de estas “horas de nadie” durante las que todo es posible. Los escasos veinte minutos que dura su ascenso hacia su rutina son recibidos por sus sentidos como el único momento de libertad plena, cómo la dosis de tiempo al día en la que puede relajarse y simplemente Ser. En otras palabras, el único momento durante  el cual su comportamiento no está regido por norma, pauta o estereotipo externo alguno: la única franja horaria en la se encuentra totalmente a solas dentro de su cuerpo, con la irremediable excepción de su cerebro.

Sin embargo, incluso éste parece subyugado por la presencia del inhóspito  y profundo verdor que los cerca, por la oscura nada que los acorrala, por el tenebroso desconocido mundo que los abraza. También puede ser que, dado que acaba de ponerse en función, la misteriosa materia gris que habita en su cabeza no haya alcanzado aún su pleno potencial, y que el mecanismo que controla el raciocinio esté aún inactivo. Tal vez, durante esas horas el cerebro humano se encuentra todavía bajo los efectos de la noche, sumido en el halo de irrealidad que el mundo de los sueños trae consigo. ¿Será éste el secreto de la magia de estas horas de la madrugada?  ¿Será este el verdadero motivo por el que durante esta fracción de tiempo todo parece posible?

Sin previo aviso, la llovizna se torna en lluvia que arrecia con fuerza haciéndose dueña de la situación. Las ráfagas de agua caen ladeadas por la fuerza del viento y las gafas se le llenan de minúsculas gotas, anulando casi por completo su capacidad de visón. Cualquiera en su lugar hubiera maldecido, bien en voz alta o para sus adentros, mientras aprieta el paso para ponerse a cubierto cuanto antes. Por el contrario, cogida por sorpresa en mitad de su meditación existencial matutina, ella se resigna a llegar empapada a su meta, ya que sabe que aún le queda más de la mitad de camino al aire libre, atravesando el bosque. “Por mucho que corra, el agua siempre será más rápida que yo. Lo único que podría conseguir es resbalar y ponerme perdida de barro.” Su miedo está plenamente justificado, porque como broche final de su travesía se encuentra una escarpada cuesta escondida entre dos colinas y cubierta por un techo a base de zarzas, helechos y  ramas de árboles entrelazados. Un túnel tejido por la maleza, un sendero abovedado por capricho del bosque, un pasadizo a ninguna parte. El agua de la lluvia y la humedad de la mañana se cuelan entre el entramado vegetal de tal manera que la tierra arcillosa se transforma en el cemento perfecto en el que se depositan centenares de  hojas ocres, verdes y amarillentas, que arrancadas por el viento,  pasan a ser las baldosas perfectas para este fortuito túnel.

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Esta galería no está pensada para el transitar humano y por lo tanto no está diseñada para acometer los envites de la naturaleza, sino que forma parte inherente de ese lugar y de ese momento, amoldándose a las inclemencias del tiempo y transformándose a su voluntad. Si miramos desde dentro del túnel hacia su entrada, levemente iluminada, veremos aparecer una silueta que se aproxima con paso decidido hacia nosotros. Al igual que las hojas del suelo, la suela de los zapatos de la dueña de dicha sombra está igualmente embarrada y resbaladiza. No le va a ser fácil trepar colina arriba. Dirigiendo su  mirada al centro de las tinieblas se pregunta: “ ¿Quién dijo que fuera a serlo?».

Cuando penetras en este pasadizo, se apodera de ti la sensación de que algún tipo de inmediata actividad, de repentina consecuencia, de revelación existencial te espera al otro lado del túnel. Un escalofrío decide encalambrar tu cuerpo de dentro afuera. La certeza de que algo desconocido, misterioso, con el poder de cambiarlo todo espera por ti al final del ascenso, oculto entre la maleza, se instala en tu cabeza. Se abalanza sobre ti el presentimiento de que el túnel tiene el poder de alterar tu mundo, de romperte, de deshacerte y crearte de nuevo: de destruir tu rutina. Algo dentro de él hace crecer en ti la esperanza de que lo que quiera que sea que está esperándote al final, no es la vida a la que dolorosamente te has acostumbrado, sino un evento magnífico e inexplicable que transformará todo para siempre en un instante.

Sin embargo, tan sólo la decepción aguarda al otro lado. A través de sus gafas empapadas, la muchacha atina a ver el mismo instituto de siempre, con los mismos verdes campos de fútbol y los mismos edificios blancos que lo conforman. Y con todo, a pesar de la ya previsible desilusión,  con cada paso que da percibe un tenue temblor dentro de sí, nota como algo cimbrea desde algún rincón de su cuerpo. Le invade la excéntrica idea de que a pesar de  no provocar cambio visible alguno en el mundo que nos rodea, este túnel si que ejerce un misterioso poder de transformación  sobre aquel que transita bajo su bóveda viviente con los sentidos alerta, plenamente rendidos al servicio de su instinto, y desprovisto de todo prejuicio.

To be continued… (hopefully)

Ocaso