Pasadizo V

La paloma ciega

Encaramada a lo más alto de la valla, la paloma menea inquieta su cabecita hacia adelante y hacia atrás, y busca ávidamente el origen de ese murmullo sordo, de esa furia contenida, condensada y reprimida. El pájaro percibe el peligro, percibe el miedo, la rabia, la furia y un deseo inmenso de entrar en acción. Hubiera dicho que se trata de algún felino agazapado tras un matorral apunto de abalanzarse sobre su víctima, y sus ojillos rojos barren el terreno en busca de ondeantes colas o brillantes pupilas. Pero aquí no hay ningún gato. Aquí solo hay crías humanas: torpes, lentas, incapaces de saltar decentemente, no hablemos ya de volar. Y sin embargo la paloma siente el peligro, físicamente, percibe un instinto asesino a su alrededor, pero es incapaz de determinar su epicentro.

Las palomas no son, al fin y al cabo, los seres más avispados que habitan este planeta. Este espécimen en concreto es incapaz de ver lo que tiene justo debajo de su pico. Sentada sobre un tocón, hay una niña humana. Nada en su atuendo, su aspecto, su postura la hace extraordinaria. Nada en su personita delata la vorágine de pensamientos destructivos que bullen y se acumulan en su pequeña cabeza, que golpean contra las paredes de su cráneo y vuelven con más intensidad si cabe que antes al centro de su frente. Nada, quizás, a parte de la mirada fija y afilada que ofrecen sus ojos verdes y la línea apretada que dibujan sus labios, pálidos de rabia contenida. Contemplada de cerca, es posible percibir también el débil repiqueteo producido por su pie izquierdo al golpear nerviosamente el tronco donde se ha sentado.

Está sola, apartada del resto de niños que corren, saltan, se pelean y se reconcilian. Sola, con la mirada fija en un grupo de chiquillas que juegan en frente de ella en el arenero de la pista de voleibol. Sola, mascando su rabia, su impotencia y sus ganas locas de introducir un puñado de arena en la boca, garganta abajo, de una de ellas… y, ¿Por qué no? Del resto también.

No entiende porque han de ser tan mandonas, tan tiranas, tan gratuitamente crueles con ella. No entiende por qué siempre le toca la peor parte de todos los juegos, porque quieren hacer de ella su bufón personal, porque la ningunean y se ríen de ella en su cara como si fuera idiota, como si no hablara la misma lengua que ellas. Pero no, no es idiota. “No soy idiota”. Bien lo sabe y no va a doblegarse tan fácilmente. ¿Por qué iba a hacerlo? “¿Cuál es la razón por la que tengo que hacer todo lo que ellas quieran? ¿Que se creen que son?” ¿Qué tienen que las haga mejores? ¿Acaso es su ropa es más nueva? ¿Se trata quizás de que son más altas, más delgadas, más extrovertidas? “Lo que son es más gilipollas.”

“Gilipollas”. Se le llena la boca al pensarlo. ¡Qué maravillosa palabra! Gilipollas. Rotunda, poderosa, perfecta. Retumba en sus oídos y tiene que hacer un gran esfuerzo por contenerla dentro de su boca. Aprieta los dientes, aprieta los puños, y aun así, un ruido ahogado, mitad gruñido, mitad gemido logra escaparse a su control. Fuera de sí, nota como los ojos se le humedecen y unas lágrimas calientes, amargas y humillantes se derraman a ambos lados de su cara redondeada. No se molesta en quitárselas. Sabe que la están vigilando, sabe que están disfrutando de su ostracismo voluntario y de su poder sobre ella. “Que miren”. Que disfruten. Ya llegará su momento.

Son sus amigas, o eso se supone, y sin embargo, hasta la torpe paloma se ha dado cuenta de la intensidad de su enfado, de su furia animal. Lo que nunca se le podría haber ocurrido a esta pazguata paloma es el hecho de que haya una fiera salvaje encerrada dentro de una de esas criaturas blanditas que se entretienen en perseguir a las de su especie sin mucho éxito.

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